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Alguien dijo una vez que, lamentablemente, es imposible determinar en qué momento de un sueño éste se ha vuelto pesadilla.
Con algunas historias es igual.
Esto aconteció en algún lugar de la Argentina, durante la década del cincuenta.



Fruto Amargo




Me dirigía rápidamente a la casa de Augusto, mi mejor amigo.
Es que, si suena a esas horas, el teléfono sobresalta a cualquiera. Me vestí gracias a la costumbre, en menos que croa un sapo. Tomé por las viejas calles del barrio, llenas de fantasmas pasados: Las mismas oscuridades en las esquinas, las mismas veredas arruinadas, los mismos baches que dejara atrás cuando me mudara de allí. Las cosas no cambiaron tanto, pensé incautamente. Veinte años no es nada.

De nada serviría decir que en veinte años al menos los rostros en los barrios dejan de ser los que eran, que nuevas caras reemplazan las que nos fueran más familiares. No lo sabía aún.

—Es una profesión absorbente la mía... ¡Cuánto hace que no venía al lugar donde nací!— pensé en voz alta.

Una multitud reunida en la casa de Augusto me hizo comprender que el alma del barrio no había cambiado, y por primera vez noté que lo que cambió fueron las caras...

—Por acá, doctor —me dijo un policía que dijo llamarse Calvo—. Se encerró en su casa, cuando quisieron sacarlo los de la inmobiliaria.

La casona estaba igual, sólo que más agrietada: los mismos techos altísimos, las mismas paredes amigables. El aire en ella no era diferente...

—No estoy loco, Santiago —me dijo al verme llegar—. Viví toda la vida en esta casa. Vivieron acá mi bisabuelo, mi abuelo y mi papá; y acá vieron llegar a la muerte, sin apuro. Acá quisiera morir yo, y ser el último con mi nombre.

Alegamos algún tipo de demencia y las deudas las pagué yo, con dinero que tenía ahorrado.
Vivió Augusto otros veinte años en la casa, de prestado. Sacando algunas excentricidades, rara vez le atacaba la locura.
Decidí verlo más a menudo, por lo que a veces me quedaba a pasar unos días con él, instalándome en la piecita del fondo.

Una vez me dijo, mirando al almendro que estaba acariciando yo.
—Tené cuidado Santiago, jamás toques ese árbol, nadie debe comer de él, ni siquiera vos. Es un fruto amargo el de ese almendro.
Y agregó que de ninguna manera dejaría que alguien comiera una sola almendra de ese árbol.
Pero cierta vez, mientras dormía, saqué dos o tres. Días después me las comí.
Amargo fruto, el cual sólo después comprendí qué cosa era; terminando de entender por qué no debía yo, ni nadie, comer de ese árbol.

Le pregunté aún así a él, al loco, al demente. Qué árbol era ése en realidad.
Mientras estuvo cuerdo nada dijo, pero una tarde le repetí la pregunta cara a cara, de loco a loco...
—¡Ay, Santiago! Es que el nombre de éste árbol, es inapropiado... Más que dar la vida, evita la muerte. ¿Quién hubiera dicho que es la muerte, lo que vuelve deseable la vida? —Sus ojos mostraron el fulgor que sólo dan ciertas certezas.— Yo probé de ese fruto, mi alma no tendrá redención, no habrá juicio para mí. Ese almendro es la causa de la expulsión del hombre del paraíso...
—Yo también comí —le dije.
—¡Estúpido! —me dijo— ¡Insensato! ¿No te dije acaso que no comieras del árbol? —Le salía espuma por la boca. Poco a poco el furor se le aplacó...
Lúcido, calmado, me explicó: — Ese almendro es el Árbol de la Vida. Custodiándolo, no hay querubines, espadas encendidas, ni nadie más que yo, que a escondidas de mi abuelo, hurté y comí algunos de esos amargos frutos, mientras mi padre dormía. De la paliza que me dieron, no me olvidaré más.

Pasaron los años y el aburrimiento agrió nuestra amistad. No me preocupa, tenemos toda la eternidad para reconciliarnos. Decidí partir hace unos cuantos años, a recorrer mundo. Le dejé la casa. Ya no vive de prestado.
Creo que sé por qué nos distanciamos: Agotamos los diálogos, agotamos las charlas de política y de teología. Dios tiene un rostro que no veremos jamás.

No volví más por aquellos lares. Pero tengo la certeza de que el árbol eterno todavía crece allí.

Hasta donde sé, Augusto custodia aún el almendro.
Por mantenerme cuerdo, me he vuelto agnóstico.
Augusto, se dice, ahora es ateo.










Texto agregado el 29-04-2006, y leído por 1379 visitantes. (27 votos)


Lectores Opinan
11-10-2007 “¿Quién hubiera dicho que es la muerte, lo que vuelve deseable la vida?” Creo que no nos dicen que hay más allá de la muerte, porque sino no querríamos quedarnos aquí nuestros años de rigor. Es necesaria como nuestra camita con sábanas limpias después de una ardua jornada de trabajo. Selkis
10-04-2007 "¿Quién hubiera dicho que es la muerte, lo que vuelve deseable la vida?"... Me quedo con esa pregunta... el resto impecable y lúcido como los otros textos tuyos que vengo remontando. ramgarcia
27-01-2007 ¿Es acaso una locura creer? ¿Es acaso una locura no hacerlo? Un fruto puede ser un simbolo, puede ser un alimento trivial, puede ser la causa de nuestra perdición. Amrgo su cuento, desoladora la solución. 5* regina_mojadita
19-08-2006 Yo creo que todos los peces volverán al mar por más que escuchen a los Héroes del silencio. Y me despido con una frase del mencho Medina Bello que dijo así: Yo no leo Borges, no leo Cortázar. Yo leo Sbaraglia. Gracias. Dehumanizer
19-08-2006 Me haces pensar en que le damos poder a algo externo, y luego cuando nos volvemos locos, creemos que quitándoselo recuperamos la codura, pero esa necesidad nos hace esclavos. El deseo ligado a la falta es como echar leña al fuego.La vida.Me gustó mucho! ludhiana
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