Pincullo y los Comedores de Oro
Pancho López
Los picos más altos de la Cordillera tienen coronas de nubes.
Allá, en las faldas de un volcán apagado, vivía Pincullo. Era un pequeño pastor que apacentaba, en aquellas soledades, su rebaño de llamas y alpacas. Como no tenía con quien jugar tocaba la quena y se divertía escuchando su música en el eco de las montañas.
Desde las alturas podía ver los anchos valles donde habitaba un pueblo pacífico y feliz. Tierras donde las mujeres cultivaban zapallos, papas y maíz. Lugares de gente musiquera y niños alegres, en que la Luna tenía su casa de paredes de plata y el Sol la suya de oro.
Cuando venían las fiestas, Pincullo cargaba sus llamas con quesillos y ponchos y bajaba por los senderos rumbo al mercado. Rápido cambiaba sus cosas de la montaña por los productos del valle. Después, se unía a los bailarines y recorría las callejuelas riendo y brincando, hasta que el atardecer anunciaba la hora de volver.
Cierta vez llegó un Cóndor a la casa de Pincullo y le anunció las desgracias.
Unos hombres barbados, cargados con pesadas armaduras, habían invadido los valles y sembrado el terror entre las gentes. Montaban animales enormes, de cuatro patas, que llamaban caballos. Comían oro y plata.
¿Oro y plata?, preguntó Pincullo asombrado.
Sí, esos hombres comían oro en polvo. A las bestias de cuatro patas les daban el oro y la plata en pequeñas piezas. Exigían
a las gentes del lugar que les trajeran todo el metal precioso que tuviesen. Decían que necesitaban el oro para no enfermar, cosa que parecía cierta pues, una vez que algunos lugareños se negaron a
traerles el metal, se pusieron locos de rabia, echaron chispas por los ojos, se arrancaron pelos de las barbas y amenazaron con cortarle la cabeza a quien se resistiese a proporcionarles su alimento.
Una noche entraron en la casa de la Luna y devoraron las paredes de plata. La Luna, pobrecita, huyó hacia el cielo llorando lágrimas que se convirtieron en estrellas.
Otro día, encontraron la casa del Sol. Aprovecharon que este había salido y cargaron en sus caballos las paredes, el techo, todo. Cuando el Sol volvió, encontró su casa totalmente destruida. Tal fue su enojo que partió hacia el cielo echando llamaradas de furia.
¿Y las gentes no hacen nada para liberarse de tales tormentos?, preguntó Pincullo.
¡Qué podían hacer! Si sus flechas y lanzas se quebraban contra las armaduras de acero. Los caballos, con ser tan pesados, corrían veloces como el guanaco y pisaban y pateaban ferozmente a la gente. Los caballeros, sobre sus cabalgaduras, parecían dragones invulnerables.
No, nada podían hacer, excepto resignarse a sufrir las desgracias.
Partió el Cóndor. Pincullo quedó pensativo, mirando los hilitos de agua que baja desde las alturas nevadas.
Comen oro. Hacen comer oro y plata a sus caballos. Estas y otras palabritas se decía mientras vigilaba el rebaño de llamas y alpacas.
Al día siguiente Pincullo se levantó muy temprano, cargó una
llama con dos bolsas llenas de maíz y enderezó su andar hacia el valle. La llamita delante, Pincullo detrás. El pastor soplaba la quena y la alegría venía a su encuentro en las brisas suaves de la mañana.
Pincullo arribó al poblado casi a medio día. Fue derecho a los corrales de piedra donde los guerreros guardaban sus caballos. Al principio tuvo miedo de acercarse, ¡jamás había visto tan tremendos animalotes!, pero, aunque las piernitas le temblaban un poco, se metió entre los caballos, descargó una bolsa de maíz y dio de comer a su llama. Los caballos se miraron, unos a otros, intrigados.
¿Qué le dais de comer a esa flacuchenta?, preguntó el más viejo.
Maíz, contestó Pincullo sin darle mayor importancia.
Los granitos de ese alimento son dorados como el oro, volvió a decir el caballote. A juzgar por el gusto con que come tu llama, ha de ser muy sabroso.
Sí, el maíz es gustocito, dijo el niño. ¿Quieres probar un poco?
Todos los caballos seguían atentamente la conversación. Era mediodía, tenían un hambre bárbaro, y los caballeros aún no les habían traído su ración. El viejo caballo cogió un puñado de granos y comenzó a mascar.
Huumm, es verdad es delicioso. ¡ Dadme otro poquitín!
Sí, contestó el pastor con picardía, el maíz es tierno y jugocito.
A los restantes caballos la boca se les hacía agua. No aguantaron más y pidieron a coro.
¡ Ea, muchacho!, dadnos un poco de eso que llamáis maíz.
Uno a uno fue sirviéndoles maíz hasta que vació las dos bolsas que traía.
¡ Huumm, es delicioso, es riquísimo, es...! Estas y otras palabras de aprobación pronunciaban los caballos mientras comían con glotonería.
En aquel instante entraron los caballeros con las raciones de oro y plata.
¡ No queremos esa porquería!, habló el más viejo de los caballos. La comida que vos nos dais es dura y seca, nos arruina la dentadura.
¡ Basta de comer metales!, gritó toda la caballeriza a coro. ¡ Queremos maíz cuyos granos son rubios, jugosos y dulces como la miel!
Los guerreros, indignados, trajeron látigos para hacerles comer a la fuerza las metálicas raciones. Pero los caballos no estaban dispuestos a soportar el castigo. Y, mucho menos, a quedarse sin comer el rico maíz. Dieron un relincho terrible y comenzaron a lanzar coces y mordiscos,
hasta que lograron poner en fuga a los temibles caballeros.
Los persiguieron por todo el valle. Cruzaron los cerros más lejanos. Al final, empujaron a sus antiguos amos al mar. Estos estaban tan pesados, con sus armaduras, que no pudieron nadar y se fueron a pique al fondo del mar.
Desde aquel entonces volvió a reinar en los valles la alegría. Los caballos se quedaron a vivir con las gentes del lugar y les ayudan a arar las tierras para cultivar el maíz.
De cuando en cuando, el Sol viene de visita. Ya no le importa haber perdido su casa de oro.
Para el tiempo de las fiestas, la Luna viste sus mejores galas y alumbra para que puedan cantar y bailar hasta la madrugada.
Pincullo sigue viviendo en las faldas del volcán. Apacienta su rebaño de llamas y alpacas. Como no tiene con quién jugar, toca la quena y se divierte escuchando su música en el eco de las montañas.
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