Poco a poco se fueron enajenando hasta que perdieron la conciencia de lo esencial, de la persona, y esta se fue disolviendo en una conciencia más grande hasta perderse en la multitud, algo etéreo que llamaban la masa. Al principio pareció no importar demasiado, porque no sonaba tan mal, pero después esa conciencia creció hasta convertirse en un tirano más grande e implacable que aquel que pretendían derrocar. Las diferentes oleadas de sangre bañaron la tierra, como las olas del mar que lentamente van invadiendo la playa hasta cubrirla. Primero fueron los nativos, hasta que fueron convertidos en esclavos, luego los realistas hasta que fueron expulsados, y los que quedaron, pelearon entre sí.
Inicialmente no era muy importante, porque la tierra ya estaba acostumbrada a beber la sangre de los adultos y de los jóvenes; pero luego empezó a beber la de los ancianos, la de las mujeres, la de los niños; la muerte recorrió la tierra y la baño, inmisericorde, las viudas no dejaron de llorar y perdieron la fuerza hasta para evitar que sus niños también fueran arrebatados de su regazo. La masa había hablado, la sangre era necesaria. Sus emisarios lo habían decretado, lo habían decidido, la masa necesitaba más gente, más sangre, nadie podía oponerse a la masa, todos debían contribuir. “Vendrán esta noche mamá, lo sé, como vinieron por papá”, y el niño miraba su montaña, como si fuera la última vez. Los perros ladraron abajo en el camino y el aire se llenó de ese ambiente de otra época, como si los vientos se hubieran tardado en unos casos más y en otros menos, como si se hubieran puesto de acuerdo para llegar a esa hora con olores de sangre de otros tiempos.
Un muerto es un muerto, alguien que no volverá a ser, que no luchará nunca más, que no amará nunca más, que vivirá en el recuerdo del que fue y en el deseo del que pudo ser. “Aquí tenemos una ley – dijo el emisario de la masa – después de los trece, todos deben colaborar”, y el emisario se echó a reír, con esa risa cínica de quien cree que todo lo puede. El decreto de la masa no podía ser rebatido, porque la masa son todos y la vez no es nadie, pero la masa se puso de acuerdo. A los dieciséis se tiene la vida por delante, el mundo parece muy grande, pero es mejor huir que ir a pudrirse de malaria en el monte. A esa edad no se entiende mucho, pero se puede empuñar un fusil. Lo que sabía a los dieciséis, es había visto la muerte y no le gustaba, no entendía la lucha pero si conocía sus horrores.
Todavía llevaba en sus brazos las cicatrices de esa noche en que huyó por entre el chamizo buscando la cañada para lograr salvarse, todavía llevaba en su corazón la herida abierta, cuando escucho el tiro de gracia, cuando entendió que también había perdido a su madre, cuando escucho a lo lejos el latido de los perros, la última vez que vio la montaña.
Lo encontré en una calle, me contó su historia con lágrimas en los ojos, vi en ellos el reflejo de su tierra y sentí muy de cerca el dolor de un exiliado en su propia patria. Todavía conservaba algo de su cercana infancia, me preguntó si el mundo siempre había sido así. No supe que responderle. Ellos hablaban de combatir la explotación del hombre por el hombre, y para lograrlo enseñaban el odio del hombre por el hombre. |