Despuntaba el alba en la existencia de esta pequeña, ya estaba lista para merecer. No faltaba quien le buscara para adueñarse de su tesoro, de su dulce corazón. Pero ella los repelía, uno a uno huían sin siquiera un consuelo. Ah! Pero llegó la noche para su alma; sin pedirlo cortésmente, como un ladrón, llegó aquel que le robó su inocencia. Fue rápido, sólo quedó el hálito de aquel que penetró la profundidad de su existencia. A partir de ese día sus visitas no se detuvieron, cada día a la hora menos pensada llegaba y penetraba su ser para robarle su esencia misma.

Pero ella no escapó a las paradojas de la existencia. Poco a poco aquel ladrón veloz y silencioso que penetraba sus entrañas ganó, tal vez sin proponérselo, el corazón de la joven. Pero qué gran desdicha fue para la Adelfa comprender que lo único que al Colibrí le interesaba era absorber el extracto de su alma como lo hacía con otras de sus vecinas, qué desdicha para ella saber que a él no le importaba su nombre sino su dulce miel...

La adelfa empezó a marchitarse y día tras día observó como su gran amor por el Colibrí era su ruina...él la visitaba cada vez menos, pues su miel se hacía amarga, conforme se amargaba su alma. –Dónde estás mi Amado...que ya no me ves...que vuelas sobre mí sin determinarme?- . Pero la Adelfa en al orilla de la oscuridad eterna recibió una iluminación.

Un día, de esos anónimos, el colibrí decidió entrar de nuevo en sus entrañas en busca de la miel de su alma, ella al sentir que su amado hurgaba en su vientre, cerró sus pétalos a toda velocidad, juntándolos con una fuerza nunca antes conocida en una flor...así, abrazaría a su amado colibrí eternamente.

Una flor yace marchita en el jardín y los restos de un colibrí duermen en sus entrañas. Juntos duermen en la eternidad.