La huida
El sol, cansado de su recorrido cotidiano, le recordó su apremio. Miró el reloj de pulsera. Iba con retrazo a la cita y eso le molestaba. El tráfico se había puesto denso por la salida de los oficinistas al final de la jornada y los transeúntes que esperaban, junto a él la llegada del transporte, tenían el aspecto gris que contagiaban los altos edificios.
Dejó el maletín sobre el piso de cemento y movió un poco el brazo para que se desentumeciera. No cabía el agotamiento dentro de la multitud, aunque se sintiera extenuado. Los últimos rayos solares se colaban entre las ramas, cargadas de hojas, de los árboles, obligándolo a entrecerrar los párpados y llenándolo todo de color rojizo viejo.
Parpadeó rápidamente para descansar la vista. Sus ojos se humedecieron un poco haciendo que las imágenes aparecieran deformadas y acuosas, como vistas a través de un cristal surcado por caminitos de lluvia. Parpadeó de nuevo, esta vez más lento, y la vio.
Cruzaba la avenida esquivando los automóviles con descuido; llevaba un bolso demasiado grande y marrón, que la obligaba a volcar el cuerpo hacia el otro lado, como contra peso. La miró detenerse al llegar a la cera. Algo llamaba su atención en el escaparate del almacén de discos de la esquina que dejaba escuchar, a duras penas, la música entre el sonido sordo de los motores.
Ahí estaba, paralizada, existiendo; al mirarla supo que estaba esperándola y las imágenes, repasadas mil veces de la vida en pareja, se sucedieron, una tras otra, con guión predefinido, en su cabeza. Las caminatas interminables rodeando los árboles de parques citadinos y los regresos cargados de piedritas, hojas y risas, se materializaron de repente; los desayunos silenciosos y somnolientos y los almuerzos con la banda sonora del radio como fondo, se reavivaron en su mente. Las sesiones de cine, los encuentros concertados o sorpresivos, las coincidencias y discrepancias, aparecieron de pronto llenando el espacio cubierto por la visera de la parada de buses.
La observó retomar el paso, un poco después, dejando atrás la vidriera, y dirigirse hacia la parada sin notar su presencia. Su mirada dura, el rostro serio y el leve movimiento de sus pequeños labios, como si estuvieran diciendo algo, la delataban sumergida en pensamientos profundos, bañada en tristeza.
Comprenderla, dulce y sola, le trajo la añoranza de noches intensas, de calor de sábanas, de discusiones matizadas de abrazos y roces, de pies fríos. El viento del sur le golpeó el rostro desde el fondo del alma, trayendo el recuerdo de su voz susurrando melodías simples, de sus palabras alegres, de las lágrimas sacadas a olas de ternura.
Los tacones golpeando el cemento rítmicamente lo devolvieron a la realidad de la espera y a la inminencia del encuentro. Centenar de fórmulas de saludo se le arremolinaron en la garganta, debía ser ingenioso, inteligente, atractivo, debía sorprenderla sin asustarla.
Pocos pasos la separaban ahora de su posición bajo el techo y todavía no lo había visto; se arregló la corbata nerviosamente, tomó del suelo el maletín y ensayó la mejor de sus sonrisas. Por fin, ella pareció distinguirlo entre el grupo de pasajeros expectantes, su mirada se suavizó un tanto y aceleró el paso, decidida.
Él intentó decirle algo, una palabra ingeniosa que detuviera su pasar acelerado, una idea suficientemente grande como para detenerla, pero al verla sonreír se paralizó de pronto.
-Demasiado bueno para ser cierto-, se dijo, y esquivó la mirada nerviosamente. Ella titubeó un instante pero siguió de largo, algo desconcertada, al comprender que él no se acercaría. –No hay que darle oportunidades al amor. Duele, asusta, incomoda...-, volvió a decirse, mientras se aflojaba, con la mano libre, el nudo de la corbata.
El autobús abrió su puerta automática. La gente que estaba detrás de él comenzó a empujarlo en el intento por subirse. Se tomó del pasamanos. Dentro del colectivo, se abrió paso a codazos para poder mirarla, por la ventana, alejándose, abstraída otra vez en sus pensamientos, por la acera poblada. Se doblaba todavía más bajo el peso del bolso, demasiado grande y marrón, repleto de adioses.
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