III
Cerca de medianoche, unos golpes insistentes en su puerta lo sobresaltaron. Sentado en la oscuridad, divagaba sobre este proceso extraño que se tejía sobre sus cabezas, sentía que a pesar de todo, la inmovilidad manifiesta del pueblo, poco acostumbrado a eventos extraordinarios, esta vez era una quietud meditabunda. No, no eran las palabras de Mario, no era algo místico, era diferente, no podía precisarlo. El hombre posee una capacidad infinita para adaptarse a las situaciones y esta vez la sin razón de este fenómeno, abría cauces al raciocinio, un acto reflexivo a pesar del miedo. Una nueva forma de entender el mundo, una nueva filosofía, si se quiere, que cambiaría para siempre a esas rústicas criaturas. Esto, si existía un futuro. Fátima lo devolvió a la realidad al aparecer como un fantasma en la penumbra. Los golpes arreciaron en la puerta, la que servía de diapasón para la urgencia del desconocido. Ulises se levantó con una agilidad desacostumbrada para sus años. -¿Quien vive?- preguntó con voz potente. No hubo respuesta. Repitió la pregunta con la misma firmeza. Un gemido pareció filtrarse por las rendijas. Fátima se aferró a su esposo como si en ese gesto consiguiera guarecerse de su temor. El viejo cogió un atizador de hierro y cautelosamente entreabrió la puerta. La negrura de la noche pareció introducirse en la estancia con su concierto de sombras y entre ellas, una mancha vacilante de contornos difusos pareció abalanzarse sobre ellos. Era un hombre que parecía herido y que luego de trastabillar, cayó pesadamente en el interior. Espantados, los esposos se replegaron instintivamente. Fátima encendió con dedos nerviosos una vela. Cuidadosamente lo voltearon: era Sebastián, desencajado, con los ojos fuera de sus órbitas. Respiraba dificultosamente y sus labios se movían sin coordinación ninguna. Le escucharon musitar algo ininteligible, palabras deformadas, tal como si pertenecieran a otro idioma. -EmnEnmposibe...enmposibe pasa... tudo essss perde-do... Los ancianos se miraron sorprendidos. El infeliz jadeaba con inusitada violencia, parecía que su cuerpo se despedazaría -¡Agoa! ¡Agoa!- pidió con aquellas palabras que falseaban el lenguaje, mientras apuntaba hacia una jarra que asomaba en la mesa. Fátima se acercó presurosa a aplacar la sed del infeliz, quien trasegó con desesperación el vital elemento. Luego, con los ojos entrecerrados, prosiguió modulando ese verbo extraño que orillaba el castellano, era como si premeditadamente deformase cada palabra, conservándose sólo un ligero parentesco con la original. -Tudu perdedo, tu-du...perdedo...condinaos... condinaos... murte, murte pa tus... El viejo entendió que Sebastián traía noticias horribles, escalofriantes. Comprendió que la bruma era la causante de un suceso apocalíptico tal y como lo había agorado el predicador. Sin demostrar temor, arrastró el cuerpo del hombre hasta un sofá y Fátima lo cubrió solícitamente con una frazada. -Debo ir donde Mario- susurró el viejo, mientras se enfundaba su grueso chaquetón, no sin recomendarle a su esposa que cuidase del enfermo. Fátima le imploró que no se expusiera, que bien podía esperar a que aclarara. Pero Ulises, sin hacer caso a sus ruegos, tomó su gorro y salió a la doble noche, la de las tinieblas sin estrellas, y la enorme oquedad desplegada como un lóbrego manto, todo esto acompañado por el sibilino rumor de la brisa lacerante. Enfundado en sus vestimentas, no pudo evitar que su rostro sufriera ese áspero lamido. Caminó por las desiertas calles casi a tientas, dejándose llevar por su instintiva orientación. La fatiga hizo presa de sus huesos gastados. La oscura mancha del bosque, inscrita en la negrura misma, las peñas emergiendo como gigantes dormidos, el rumor tenue del río, serpenteando entre las rocas y arbustos, todo ello lo acompañó en ese recorrido a tientas hacia la cabaña de Mario. Pudo adivinar, más que visualizar, la estancia en medio del bosque. En el límite mismo de sus fuerzas cruzó el último trecho, golpeó con el último aliento el rústico portón y cuando éste se abrió, pudo ver la figura recia y amarillenta de luz del predicador. -¡Alcalde! ¿Qué hace usted por estos lados y a estas horas? El vozarrón, que hubiese bastado para remecer a una cincuentena de feligreses, remeció del todo a Ulises, quien, aterido, se dejó conducir por Mario.
El relato atropellado del anciano, fue procesado velozmente por el leñador, acostumbrado como estaba a responder una y mil preguntas. No pareció sorprenderse en lo más mínimo, si bien su rostro denotaba algo de preocupación. Desganadamente, se sentó en una poltrona y mirando con algo de tristeza al anciano, le respondió: -Nada podemos hacer. Como usted comprenderá, todo lo que está sucediendo, yo lo sé, puesto que ya lo había pronosticado. La gran catástrofe se está produciendo. Algunos pueblos lejanos y aislados como el nuestro, tardarán en sentir los efectos de la debacle pero, finalmente, también sucumbirán. Al principio morirán todos los animales, las aves y bestias salvajes. Luego el hombre caerá en un paulatino sopor, sufrirá espasmos y su piel se llagará por completo. Luego, aparecerá la señal inequívoca, el principio del fin. Sufrirá delirio, su lenguaje... A Ulises se le erizaron los cabellos.
-¿Qué sucederá con el lenguaje?- preguntó con voz ahogada. El predicador hizo una pausa que para el anciano supo a eternidad. Tragando saliva, contestó con voz grave en la que se adivinaba algo trascendente: - La palabra, alcalde, sufrirá graves alteraciones. Se avecina una nueva Torre de Babel, Los hombres frasearán un lenguaje cuanto más incomprensible en tanto su final esté próximo. Las palabras sufrirán, en principio, ligeras variaciones, las que se irán acentuando hasta transformar el idioma en algo intraducible. Será esa la señal, el fin inevitable; el entendimiento del hombre será nulo y por ello las palabras se desnaturalizarán hasta transformarse en sonidos guturales. Sufriremos una involución, un retorno a nuestros primitivos orígenes. El hombre se transformará en un ser salvaje que se arrastrará hacia su cubil, saciará su apetito voraz asesinando a sus semejantes. Será de esa forma que la criatura más excelsa y más inteligente de la creación se extinguirá. El acto póstumo del más soberbio, del más racional, pero a la vez más destructor ser viviente. Ulises escuchaba todo esto derrumbado en una silla. La profecía se estaba cumpliendo tal y como Mario la enunciaba. Era algo devastador, una noticia que lo colocaba al borde de un profundo abismo en el cual debía precipitarse antes que su raciocinio lo comprendiera. Mario se paseaba despaciosamente, como si con ello sus palabras se esparcieran por todos los rincones de la habitación. -La desaparición del hombre- prosiguió- será algo premeditado, una venganza de la especie, desterrada de su medio por sus propios vicios. Las aguas volverán a sus cauces, mas, nadie las beberá, el cielo recuperará su brillantez pero ningún ojo humano podrá contemplar tan feliz panorama; el aire volverá a ser tan dulce como lo era hasta hace poco y nadie estará allí para saciar sus pulmones. Y la naturaleza crecerá libre de toda contaminación esparciéndose frondosa por doquier y ningún hombre la disfrutará. El viejo permanecía en actitud extática. Era el día del juicio, el fin de la vida programado en etapas que se irían cumpliendo puntualmente. Se imaginó que era un condenado al cual se le hubiese sentenciado a muerte. Pensó en Sebastián, el primer infeliz que caminaba por este cadalso celestial. Aún tuvo un atisbo de pragmatismo al pensar en la cantidad de personas que necesitarían cuidados. Al consultarle sobre esto a Mario, éste le recomendó extremada cautela. -Lo más acertado es encerrar bajo siete llaves a los afectados y aunque suene a poco misericordioso, no preocuparse mayormente de ellos, ya que no existe remedio para un designio. Lo prudente es vigilarse uno mismo. Si el mal ataca, huir a las montañas y esperar la muerte...
(Concluye)
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