Tengo un terrible defecto: me como la piel de mis dedos. Los tengo fofos, debilitados, grotescos y, hasta diría yo, enfermos. Siempre me he mordido las uñas al mismo tiempo que siempre he sido terriblemente nerviosa.

Yo creo que fue casi sin darme cuenta que pasé de la uña a la piel. Fíjense lo cerquita que queda.

"Padrastro" le llaman. Pero qué clase de nombre es ese? Nunca me he molestado en buscar más detalles de un término así, cuando lleva "alimentándome" tantos años. Esto último que he dicho suena horrendo, pero por si resta la duda razonable diré, a mi favor, que es una manera de expresar ese contencioso que uno vive diariamente con sus dedos. Concretamente, con el acto de mordisquearlos compulsivamente, de devorarlos incluso. Un acto consciente, inconsciente, a la vez un acto tiránico pero reflejo, un acto defensivo, un acto vomitivo y antihigiénico.

Del stress al dedo, a la típica uña mordida. Yo pasé más allá, yo pasé a las cutículas, a la yema del dedo y a los pequeños callos que se forman en zonas clave por el hábito de la escritura. Y lo que debería resultar compulsivo, fue para mí el descubrimiento de una mina, un yacimiento de posibilidades que permitió a su vez, que dejara en paz a las castigadas uñas, doloridas y con un terrible historial de agravios.

En el fondo de la queratina y de mi propia conciencia el momento más punzante fue cuando aprendí a tocar la guitarra. Ese momento artístico en el que una sueña con aplausos, luces y cotas de fama insuperables, mientras mis dedos protestaban, chirriaban y sangraban, al compás del "arrikitraun" y del "quejío", ese que venía de mis yemas, las que hoy continúan lloriqueando mientras golpean cada tecla, mientras escribo estas líneas.