A los once años, siendo hijo único, con un carácter tímido y reservado, su primer secreto lo guardó en el armario de su dormitorio. En el reflejo del cristal que se ocultaba tras la puerta, Andrés descubrió que no era mujer, que no sería mujer aunque, al amparo mudo de la casa desierta, perfilara sus finos labios de carmín, aunque alargara sus pestañas con rimel y envolviese sus mejillas con el color del atardecer.
La adolescencia fue una de las épocas más complicadas y contradictorias. Se desvanecían las fantasías soñadas de ver crecer sus pechos y de no cambiar la voz. El vello de la cara indicaba que, de forma irremediable, se convertía en hombre. Sin embargo el cerrojo de la puerta donde escondía su más íntima verdad, se resistía con fuerza a permanecer encajado, evidenciando la realidad y alimentando la crueldad de sus compañeros de clase con burlas, agresiones y humillaciones.
...ese niño que tiene Asunción, se pone vestidos, medias y tacón; ese niño que tiene Asunción - cantaban a coro - se pone vestidos, medias y tacón. Asunción, Asunción, ese niño va a ser marinero, Asunción, Asunción, ese niño va a ser... ¡maricón!
Se odió por un tiempo, no le gustaba tenerse a sí mismo merodeando por su vida, por lo que procuraba no tropezar consigo, a menos que no tuviese otra opción. No sabía que iba a ser de su vida, pero comprendió que lo más conveniente era vivir fingiendo.
Como ocurre con una gota de aceite en un vaso de agua, la verdad siempre sale a flote y el dolor de un padre ofendido por la radical trasgresión del orden natural, se manifestó durante años con miradas de ira impotente, gritos y ofensas, hacia él y hacia su madre. Dios le había castigado con un hijo frágil como una mujer, miedoso, estúpido y homosexual, por culpa de una mujer sensiblera que no supo educar a su hijo como un hombre, llenándolo de ternura, caricias y sentimentalismos.
El día de su cumpleaños, el día en que alcanzó la mayoría de edad no hubo fiesta, no hubo invitados, ninguna tarta decoró la mesa, no recibió regalos, no se cantó el cumpleaños feliz. Tras la comida, su padre se levantó, apuró la copa de coñac y de un empeñón le hizo caer de la silla.
- ¡Pelea cómo un hombre! ¡Defiéndete! ¡Responde! ¡Mierda! - Su madre, atónita, contemplaba cómo le gritaba, cómo le golpeaba, a su hijo, a su único hijo, mientras Andrés no se movía, no respondía.
- ¡Basta! ¡Basta! Los gritos enmudecidos de su madre acuchillaron su reguero de lágrimas.
Lo tomó por el cuello, lo puso de pie, lo miró a los ojos y entre grito y súplica, entre ruego y cólera.
- Dime que es mentira, dime que es mentira, dime que serás un hombre. El rostro de su padre estaba desfigurado por la ira.
- Soy así. Con sangre en los labios, fue su única respuesta.
- ¡Ningún hijo mío va a ser maricón! Desde este momento, ya no eres mi hijo. ¡Vete! Y no pongas nunca más un pie aquí
¡Nunca!
Andrés se acercó a su madre, le secó las lágrimas con sus manos y enmarcó con su sangre un beso de amor sobre su frente.
- Te quiero porque eres mi hijo, y siempre seguirás siendo mi hijo. Me da igual lo que seas, te quiero. Este susurro, como un rumor de madre tibia, fue lo único que pudo llevarse consigo al salir de casa.
Las calles de la ciudad fueron su hogar durante meses, llevándole de la mano por las puertas dentro de una caja, mendigando para comer y huyendo de los cristales que, como espejos, reflejaban su miseria. Se deshacían las horas, agonizaban los días, morían las semanas, y la vida, laberinto de años perdidos, se cuarteaba mostrando el contumaz futuro de un errático pasado. No tardaron quienes se aprovecharon de él, de su condición, violaron su dignidad y comerciaron con su cuerpo.
Con el tiempo logró hermanar la vida y la muerte en el lóbrego cuartucho de una pensión, pagado con la sumisión y el miedo, donde la tenue luz de la calle se filtraba por la ventana, cubierta con una delgada cortina, amarilleando las paredes desnudas y carcomidas. Un sillón, una mesa de escritorio, un estante con algunos libros y el camastro decoraban un frío hogar. El calor lo ponía su cuerpo y un humeante cenicero, rebosante de colillas.
Cada día antes del atardecer, como mariposa emergida de la crisálida, Andrés
Vanesa, comenzaba su paseo hacia el parque. Con su postiza melena rizada, la cara levemente maquillada, largas pestañas arqueadas realzando sus ojos claros, sus labios pintados de un rojo sugerente, brilloso, una falda muy corta, tacones altos, una escotada blusa anudada y la picardía en su mirada, caminaba despacio, dejándose ver, entregándose al mejor postor.
Una tarde, quiso el destino que su mirada se cruzara con el pasado a través de unos ojos sombríos, acerados, que se mantenían fijos sobre ella. Su semblante palideció y un temblor frío se apoderó de su ser. Intentó acelerar el paso y cambiar de dirección, pero las piernas le flojearon, cayó y contempló a ras de suelo, sosteniendo el dolor agudo que nacía en su rodilla, como se acercaba presurosa hasta su rostro una borrosa silueta.
- ¡Levántate! La voz enérgica, grave, seca, llegó a sus oídos como un tiro de gracia.
Los brazos fuertes, decididos, del hombre que acudió a su encuentro, levantaron el ligero cuerpo haciéndole sentir hoja caída abrazada al suspiro del viento para remontar el vuelo. Ella mantenía la cabeza gacha, temblando, ensordeciendo su dolor y enmudeciendo el terror de saberse a merced de un loco, un ofuscado, un desquiciado.
- Acompáñame Cogida por el brazo, tiró de ella hacia uno de los callejones que no llegan a ninguna parte, que se pierden en estrechos laberintos del viejo barrio Voy a curarte tus heridas.
Arrastrando el alma en sus pies, desandando el camino de la libertad que no alcanzó a divisar y pisando sobre las huellas que encadenaron su existencia, acabó arrojada en el interior de un húmedo portal.
- ¡Padre! ¡No! Su súplica retumbó en la nada y el destello de su voz se confundió con el rayo de luz que atravesó el filo de la navaja alzada hasta su cuello.
- ¡Calla! Tu madre ha muerto de pena por tu culpa, por el disgusto que nos diste y juré en su lecho de muerte que lo pagarías con tu sangre. ¡Maldita sea! Mi sangre es la que corre por tus venas y no la mereces.
Sus oídos ensordecieron al escuchar tu madre ha muerto. Las palabras quedaron retumbando con furia delirante en su cabeza y sus ojos se sumergieron en la hondura de la desolación. No le dio tiempo a que brotaran lágrimas de sus ojos cuando el corazón se le dilató en el pecho, como un globo de fuego, al sentir una punzada en el vientre, un ardor sostenido, el aguijonazo de un puñal que escarbaba con pereza sus entrañas.
Resbaló su espalda por la pared, cayendo en silencio, como sombras al atardecer, recogiendo su cuerpo y buscando el calor que venciera el frío abrazo de la muerte.
- Soy hombre de palabra, aquí tienes también el deseo de tu madre dejando caer sobre su cuerpo una carta con destino incierto, desapareció en el umbral de su miseria.
Con el desvelo en la mirada, sumergido en un oscuro mar de sucias paredes, habitado por caricias huérfanas y amargos recuerdos, se inunda de la música que baña el silencio. El lastimero sollozo de un violín custodia cada lágrima que derrama y compone la melodía de la soledad en una oscura noche, como la tenebrosa sombra de los ojos apagados de los difuntos.
Sujeta entre sus manos, la temblorosa hoja de papel palidece al tiempo que sus azules ojos se agrietan, encapotando el cielo con grises nubarrones.
Querido hijo mío:
Hice jurar a tu padre que te entregara esta carta, que te buscara hasta encontrarte y espero que cuando la estés leyendo te encuentres bien. Que hayas podido encontrar la felicidad que mereces, esa que yo no he podido tener desde que te marchaste.
Te queremos, estamos siempre esperándote. Quisiera volverte a ver, poder sentir tus manos, tus abrazos, tus besos, antes de que esta enfermedad me lleve junto a Dios.
Tu padre ha cambiado, ya no te guarda ningún rencor, perdónalo y vuelve a casa con él.
No pudo leer más, abrió los brazos de par en par para recibir el cálido abrazo de la muerte, alzó la mirada hacia el techo y al exhalar la última bocanada de vida, cayó la hoja acompasada por el cansancio, meciéndose en el dolor, dejándose seducir por el suelo para retozar sobre su fría piel. |