II
-No es justo que se hable mal de Mario. Él ha dado muestras de gran rectitud en todo momento.
La voz del viejo era vehemente. -Él nos ha advertido en varias ocasiones de una catástrofe que se avecina, ¿porqué no podría ser ésta? -Es un brujo- gimió compungida una mujer. -Sólo ha traído mala suerte a este lugar.
-Falso- gritó Ulises, el viejo -él ha estado en este lugar desde que era un muchacho. Jamás le ha hecho daño a nadie. Muy por el contrario, nos ha traído la palabra de Dios a todos nosotros, pobres lugareños ignorantes y supersticiosos. Por otra parte, no nos hemos reunido aquí para hablar de Mario sino para tratar de encontrar una salida a la pavorosa situación en que nos encontramos. No
podemos perder la fe en Dios, pero tampoco debemos quedarnos de brazos cruzados, esperando una supuesta ayuda. Estamos absolutamente aislados y deberemos intentar llegar a K.... para ver qué está sucediendo allí.
Se produjo un silencio de muerte. -Ya sé que puede resultar peligroso aventurarse por esos lugares en medio de ésta espesa niebla, sé que es algo qué asusta pero… ¿qué otra cosa podemos hacer? El viejo recorrió con su mirada de águila al compacto grupo de aldeanos. Nadie se movió. A lo más, se escucharon carraspeos nerviosos, sofocados al instante, como evitando delatar algún intento de opinión. El viejo sacó despaciosamente de entre sus ropas un deshilado cigarrillo, lo encendió y todos siguieron esta acción como si fuese trascendente. Los ojillos del anciano se empequeñecieron tras el humo azulino. Al cabo y viendo que no lograba su objetivo, repitió muy despacio: -Bueno bueno. Creo que esto indica que tendré que bajar sólo. Y diciendo esto, se puso trabajosamente de pie. Llamó a un muchacho de ademanes asustadizos y le ordenó que le preparara su cabalgadura. Este salió apresuradamente de la taberna, que era el lugar en el cual estaba reunido el pueblo, pero antes que pisara la vereda sintió que una mano le sujetaba firmemente. Era Sebastián, quien de pie en el umbral había escuchado la arenga de Ulises. Todos se volvieron al escuchar su voz tronante: -No mi amigo. Si alguien debe bajar, ese es Mario. ¿No fue él quien predijo que todo esto sucedería? Entonces que vaya con su Biblia bajo el brazo y que lo proteja Dios, de quien se declara tan amigo.
-Está bien. Que vaya Mario y unos cuantos, acaso tú y tus amigos. Pero es importante que alguien regrese para que nos informe que diablos es lo que pasa allá abajo. El viejo miró con furia a Sebastián. Presentía que este individuo sólo haría prevalecer su inquina hacia el pastor. –Propongo que lo discutamos en conjunto- arguyó un aldeano y poco a poco los carraspeos dieron paso a voces tangibles que se atrevieron a opinar. En menos de quince minutos se había conseguido un meridiano consenso. Irían en busca de Mario, desafiando la niebla. La noche, investida de sombras, difuminaba los contornos de la montaña. Un coro de ladridos y aullidos siniestros hicieron las veces de fantasmagórica compañía a los presurosos aldeanos. Mario vivía en medio del bosque y hacia allá se dirigían Sebastián y cuatro acompañantes. El pueblo comenzaba a quedar atrás, refugiado en sus humildes viviendas, con el miedo enraizado en sus corazones.
Sebastián tenía razón en un sentido. Mario había pronosticado un evento que provocaría muchas dudas y mucho miedo, un fenómeno extraño que por designio de Dios, afectaría la vida de todos los hombres. Era paradójico ver a ese hombre enorme y de mirada hosca, predicando la palabra divina, hablando de amor y de misericordia y acariciando casi con ternura ese ajado libro con tapas de cuero. Ese gigante que después de derribar frondosos árboles, ahora invocaba a Dios bajo la mirada atenta de quienes le respetaban quizás tan sólo por ser diferente a ellos. -Y yo les digo- bramaba con su voz grave- que he visto una gran destrucción. ¡Sodoma y Gomorra! Y ha sido de la manera más horrorosa que mente alguna pueda concebir: un fogonazo, un estruendo y luego todo ardiendo, reinando después la muerte y la desolación más absoluta. La nada. Todo esto lo he presenciado con mis propios ojos por que Él lo ha permitido así. Aunque parezca que ya es demasiado tarde, aún podemos salvarnos por medio de la fe. -Amén- susurró una mujer, otros se persignaron con devoción y el supremo holocausto permaneció en la mente de todos como una indeseada imagen de muerte y desolación.
-¿Que desean ustedes?
La voz de Mario se escuchó perentoria en medio del silencio del bosque, mientras su silueta robusta, se destacaba al trasluz de una fogata. Sebastián se adelantó y su rostro apareció iluminado por las rojizas llamas. -Hemos decidido bajar a K..
-contestó. -Es poco lo que se puede hacer- repuso el leñador, mientras se abotonaba su camisa. Los hombres se miraron con curiosidad. Sólo Sebastián permaneció inmutable. -Es un acuerdo del pueblo y hay que respetarlo- contestó fríamente, pese que en su interior ardía de odio, En sus manos portaba una escopeta que con gusto habría usado en contra del leñador.
-Mañana comenzarán a manifestarse las primeras señales- dijo el predicador.
-¿También esto te lo dijo la Biblia? -inquirió desafiante Sebastián, quien muy luego se arrepintió de estas palabras al sentir todo el peso de la mirada de Mario.
-Lo sé. Con eso basta. Ahora les pido que me dejen solo. No estaría demás que ensayaran una oración. La benevolencia de Dios es infinita.--
A la mañana siguiente, la niebla se había tornado densa, casi sólida y dominaba en toda su terrorífica majestuosidad. No se percibía ningún sonido. Acodados en las ventanas de sus viviendas, hombres, mujeres y niños trataban de divisar alguna figura, algún objeto, cualquier cosa que no fuese esa masa asfixiante,
-¡Los animales! ¡Los animales! El grito se esparció agudo, como emitido por una sirena, rebotó en los recovecos y fracturado por los diversos accidentes, llegó a los oídos angustiados de quienes capturaron el mensaje en toda su espantosa dimensión. El nervioso relato hablaba de bestias diseminadas en una vasta extensión, boqueando su último aliento de vida. Ulises pidió calma. Los hombres ya se dirigían a K... y en unos cuantos días, Dios mediante, se tendrían noticias concretas. Mientras, era preferible guarecerse bajo techo y rogar para que el extraño fenómeno se disipara de una vez por todas, desnudando el estupor de aquellas montañas que sólo sabían de nieve, viento y soledad. La nostalgia prendió como una diminuta gota de rocío en aquella atezada atmósfera. El viejo dirigió una mirada iracunda al abismo insondable que crecía desmesuradamente y que desgarraba de sus huesos cansados hasta sus más ínfimas esperanzas. De todos modos se dio ánimo para dar la vuelta hacia su cabaña, mascullando un desganado: todo saldrá bien. Ninguna alimaña tendría el imperio de la destrucción. La voluntad de sobrevivir, de superar este trance, espantaba los más aciagos presentimientos. Sólo que esas extrañas excoriaciones... Y un escalofrío recorrió el cuerpo aterido de Ulises. Al principio no le dio importancia. Primero aparecieron unas manchas imperceptibles en su piel. Ahora, éstas se habían transformado en pústulas. Sin querer, su mente viajó a los lejanos años vividos en S..., cuando azotó la peste con toda su violencia. El pudo eludir el veredicto de la parca, pero Paulina, bella, delicada, elegante, ella no pudo salvar esta inescrutable valla y envuelta en el cruel torbellino de la fiebre, murió pronunciando tristes incoherencias. Habían transcurrido tantos años, tantos, como para que aquello fuese sólo un deslucido recuerdo. Pero para el viejo, ella permanecía viva en su mente, Paulina, la bella, la etérea, la primera compañera... Ahora, tras medio siglo emparedando el pasado, ella reaparecía transfigurada en esa bruma pertinaz, susurrándole: -Ven conmigo. Sintió que su alma se desprendía de su cuerpo y que viajaba ligero como una pluma a aquel encuentro astral. Pero la fuerza de la razón, rotunda y pesada como un lastre, le detuvo justo cuando su intención era emprender tan singular vuelo. Se sobrepuso a esta extraña ensoñación, pensando que el pueblo lo necesitaba más que nunca, lo requería Fátima, su actual mujer, no tan bella ni tan delicada, pero notable en su silenciosa humildad, en su laboriosidad de hormiguita, siempre moviéndose de aquí para allá, haciendo caso omiso a la decrepitud que comenzaba a asediarla. Lo necesitaba Joaquín, su alocado hijo, de profesión cazador y en sus ratos libres un mujeriego y jugador empedernido. El muchacho era su contrapartida, mas, era parte suya, la simiente que sobreviviría con sus propios anhelos....
(Continúa)
|