En ese ataúd, limpio y brillante como todo lo viejo, estuvo enterrado Cristóbal. Durante el tiempo que se gestó bajo tierra su familia lo visitó en el panteón Jardines de la Esperanza. Al principio eran sólo una o dos veces al año, pero conforme se acercó la noche de su velorio las visitas se hicieron más constantes hasta realizarse tres o cuatro veces al mes.
Lo velaron en una de las capillas ardientes de los funerales Ramírez, esas pequeñas e incómodas en la Calzada de Tlálpan. Aquella noche, Celia, la madre de Cristóbal, estuvo envuelta en una nube de ansiedad y nerviosismo. El tiempo se hacía lento y parecía alargarse como la liga de una resortera.
Justo en la última campanada que anunció las doce de la noche la caja comenzó abrirse. Uno de los enjutos brazos de Cristóbal empujaba insistente. Las oraciones bajaron su intensidad y la capilla quedó en silencio.
¡Cristóbal... mijo!, Celia se acercó al tiempo que lanzaba un gritó ahogado, como si le dolieran las palabras. Un par de doctores se acercaron al recién llegado para ayudarle a salir de la caja. Vamos Cristóbal, tu madre está ansiosa por conocerte, le dijo un médico con su suave sonrisa como de luna menguante. Él apenas pudo balbucear. Sus ojos, aún cerrados, estaban en medio de surcos profundos y una piel muy amarilla. Tomaron sus signos vitales e hicieron distintas pruebas de salud. Pasaron varios minutos para que, tambaleante, Cristóbal lograra incorporarse. Un "¿mamá?" se escuchó en sus labios y la palabra se formó difusa, deforme, igual al humo que volaba por la habitación iluminada con cuatro velas como custodios infranqueables del ataúd brillante. Los dedos descarnados de Cristóbal y sus manos trémulas indicaban síntomas de una posible artritis, tal vez Parkinson, dijo el doctor mientras una enfermera le arreglaba el saco. Celia le relamió el cabello, totalmente cano, le quitó de la cara los restos de una larva que aún sobrevivía la composición de su carne al tiempo que, con la sonrisa más grande que conocía, lloraba emocionada. Los parientes y amigos felicitaban a Celia y le daban palmaditas de bienvenida al nuevo. Fueron minutos de alegría. Mientras tanto, los trabajadores de los funerales Ramírez trasladaron la caja para desarmarla y conducirla a su destino final: un enorme árbol, un frondoso roble azul.
Con el tiempo, Cristóbal padeció el oscurecimiento de su cabello. En veintiocho años perdió casi todas sus canas y, por más que intentó lo contrario, las arrugas comenzaron a consumirse en el recuerdo. Cómo te ves acabado, le dijeron las primas de Córdoba, las mismas que aún usaban velos en la cara, gruesos mallones, blusas grisáceas de manga larga y extensas faldas; como si la sensualidad fuera eterna. Celia ya no tenía ningún rastro de arrugas, su cabello era largo, sedoso y totalmente negro. Ella media cinco centímetros menos que aquella noche del velorio de Cristóbal, era mucho más delgada y comenzaban a dejarse ver algunos barros en su cara. Estoy muy vieja, se decía entre suspiros y lágrimas depresivas.
Cristóbal se casó con Aurora. Una mujer tan joven que aún conservaba la boca sin dientes, sus dedos deformes y descarnados; la artritis en sus rodillas. Después de la boda los días pasaron a marchas forzadas. Los años corrían lento, monótonos. Mamá, quiero que me acompañes al panteón, le dijo Cristóbal a Celia en una mañana soleada de domingo. Celia, con su sonrisa desganada, aceptó maquillarse los granos de la frente y bajo el pómulo, se compró un vestido una talla más chica y zapatos nuevos.
Llegaron al panteón y se situaron frente a una lápida gris, despintada, escarapelada: muy nueva. Mira mamá, él es Rogelio, dijo Cristóbal mientras señalaba la lápida y sonreía. Una lágrima corrió por la tersa mejilla de Celia cuando imaginó cómo sería Rogelio, el primer hijo de Cristóbal. |