El Pobre Mariano: Desde siempre había tenido serios problemas con su sombra. Ya de pequeño y en el colegio a poco que se descuidaba, su sombra, renegando de su cometido se marchaba. Normalmente al patio de recreo o a molestar a las sombras de los demás niños, que obedientes a su función no tenían mas remedio que soportar su injusto y despótico comportamiento.
Con el paso de los años no disminuyeron sus problemas. Al contrario, era difícil convivir con una sombra que nunca estaba en su sitio; que se sentaba cuando el se ponía en pié y viceversa; Que gustaba de usar sombrero y bastón, cuando eran dos complementos que a el jamás se le habría ocurrido utilizar.
Su sombra era una crápula; la había sorprendido en mas de una ocasión de madrugada, deslizándose desdibujada y vacilante por debajo de la puerta, de regreso de vete a saber que lugar. Abría las sombras de sus mejores vinos e incluso a veces traía sombras desconocidas a casa y retozaban en el sofá. Tampoco podía fiarse de llevarla a casi ningún sitio, acababa comportándose como la disoluta que era y propasándose las mas de las veces con la sombra de la mujer de algún amigo.
Hacer el amor con la luz encendida, aunque a Mariano le gustaba era imposible, su sombra solía sentarse enfrente a mirar, comiendo de la sombra de un paquete de patatas fritas.
Por eso esa mañana, aunque a Mariano le extrañó no verla por ningún sitio casi se sintió aliviado; ojalá se hubiese perdido en algún agujero negro de esos, o marchado a Alaska a vivir “el sol de medianoche” con alguna de sus lóbregas amigas.
Caminaba feliz, liberado de su oscura carga. La gente se volvía divertida a mirarle, pero era de esperar, no todo el mundo va por la calle sin sombra, así, a plena luz del día.
Se dirigía pletórico a casa, aquel 28 de Diciembre, sin sospechar del enorme y negro monigote que llevaba colgado a la espalda de su gabardina.
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