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I

Aunque las noticias de una catástrofe en la ciudad eran cosa cierta, el aislamiento geográfico del pequeño poblado de..., sumado a la interrupción de todo tipo de transmisiones, permitía que las especulaciones se enseñorearan como una certeza. Antes que las ondas radiales, televisivas, telefónicas y de cualquier otra especie sufrieran un abrupto corte, se escucharon algunas advertencias que pedían no exponerse demasiado a la luz del sol. Los montañeses, habituados a trabajar sintiendo el calor solar a sus espaldas, no se amilanaron ante esas voces de alerta y continuaron su rutina algo monocorde. Lo que realmente los alertó, más que las advertencias, fue el paulatino oscurecimiento de la luz diurna; el cielo, de ordinario intensamente azul, fue reemplazado por una pátina grisácea y lo que parecía inexplicable para los rústicos lugareños fue esa precipitación seca que se desplomaba ininterrumpidamente desde hacía varios días. La fresca brisa fue desapareciendo como por arte de magia, dando paso a un viento rebelde que parecía lamer la piel, provocando escalofríos y malestares estomacales entre otras manifestaciones. Todos estos fenómenos, absolutamente desconocidos para la región, despertaron un respetuoso temor y una angustia latente. Las frases dichas a media voz, las miradas huidizas que se resbalaban hacia las cumbres de la alta montaña como si allá a lo lejos se avizorara un atisbo de respuesta, evidenciaban que algo raro estaba ocurriendo y que ese algo sobrepasaba el margen de lo explicable.

La existencia, a pesar de todo se arrastraba por los seguros senderos de la rutina, aunque en el rostro de los lugareños se dibujaba la incertidumbre. Mario había presagiado un inminente desastre en sus reuniones con los escasos parroquianos, quienes le seguían más por su imagen de hombre serio que por las doctrinas que el fornido leñador les había dibujado en sus mentes de estrecho alcance. Anteponiendo su Biblia como precioso aval, había anunciado los apocalípticos eventos que deberían producirse en breve. Hombres y mujeres, abrían tamaños ojos y se miraban unos a otros como si en ese lenguaje sin palabras, calmaran en parte la inquietud que las palabras del predicador le provocaba. A veces, éste sofrenaba su verborrea repleta de sentencias y penas por cumplirse, convencido que estaba muy lejos de llegar verdaderamente al corazón de sus prosélitos. Su vigor entonces parecía decaer de tal forma que se dejaba caer pesadamente sobre su silla y ya no era posible escuchar de sus labios ninguna frase. Todos sabían que era el fin de la reunión. Silenciosamente, se levantaban de sus asientos y salían de la sala, uno tras otro, en una muda procesión, cada cual susurrando una vaga plegaria, cada uno portando una extraña sensación de culpa. Ya afuera, comentaban que el pastor estaba recibiendo nuevas señales, que éste no debería ser molestado mientras no asomase su alta figura y su rostro irradiara una paz reconocible en aquellos seres sumisos y de tan escaso entendimiento. Se comentaba por doquier que Mario tenía dotes de clarividencia, lo cual contribuía a acrecentar esa contundente mezcla de respeto y temor. Por supuesto que existían detractores, quienes negaban de plano todas estas suposiciones y que de todos modos, se mantenían a prudente distancia del predicador. Mal que mal, junto a sus encendidas prédicas que descomponían hasta al más escéptico, se sumaba su carácter explosivo que no admitía objeciones y su enorme hacha que enarbolaba con tanta pasión como su vieja Biblia. Sebastián, hombre curtido por las asperezas de la montaña, escupía injurias y maldiciones cada vez que alguien le mencionaba al leñador y pastor de almas. Criado en el rigor de la soledad, adquirió una personalidad resentida, motivada por una escala de valores que no admitía nada que no fuera su propia supervivencia. Incapaz de valorarse a si mismo, despreciaba a todo aquel que intentara cambiar parte de ese mundo hostil en que él había aprendido a abrirse paso. Su rudeza y altanería le otorgaban un cierto liderazgo entre sus pares, pero a diferencia de Mario, él no predicaba la palabra divina, sino que destilaba el veneno de su ignorancia con palabras altisonantes y que por el imperio de su enérgico acento, adquirían una resonancia capaz de atrapar a auditores predispuestos. No se puede negar entonces que existía una sorda rivalidad entre Sebastián y Mario, pero mientras el predicador luchaba por encauzar al poblado en la senda de la virtud, el rudo Sebastián construía su liderazgo por medio de la fuerza y por el imperativo salvaje del más fuerte. Generalmente dirigía sus dardos a la presunta virginidad del predicador, a quien no se le conocía mujer ni amoríos que contar. -Su Biblia habrá de bastarle- gruñía uno. -No creo- contestaba Sebastián -te aseguro que hay otra que no le deja por ningún motivo. Es dura, tiesa como ella sola. No conviene llevarle la contraria a esa condenada. Y estoy seguro que odia la Biblia y las prédicas y lo único que quiere es que la atiendan a ella solita. -Tú sabes más de la cuenta. ¿Y quien es esa mujer que domina de tal modo al predicador?- Mario callaba un largo rato, manejando el suspenso, mientras paseaba su mirada torva de hito en hito. -¿Quieren saberlo? Pero si no es ningún secreto. Ella es...su hacha, ¿acaso no lo han visto como la acaricia cada vez que termina de cortar los troncos? Una risotada general coreaba la ocurrencia del hombre, quien no podía ocultar su odio hacia quien generaba tanta veneración y respeto. Y lo peor de todo era que éste hacía caso omiso a sus encubiertas injurias.

Una especie de bruma grisácea empezó a desplegarse displicentemente en el cielo, cubriéndolo todo como un manto amenazador. Piedras y arbustos brillaban por efecto de una materia alquitranada que se había precipitado sobre ellos. En esa atmósfera difusa, el sol se había transformado en un disco insignificante que apenas relucía tras la bruma. El miedo, llegó de la mano de este extraño fenómeno. Voces desafinadas por el desconcierto pedían una explicación, algo que trajera tan siquiera una pizca de tranquilidad. Los pueblerinos se miraban unos a otros, callaban y miraban a las alturas como si intuyeran que la respuesta se encontraba muy lejana. Pronto, la gente no se atrevió a salir de sus habitaciones y si lo hacía, era para satisfacer lo más urgente. La nube se fue espesando paulatinamente, acompañada de ese calor corrosivo que quemaba la piel a cada bocanada* Las noches, negras, insondables, eran una verdadera pesadilla. Las callejuelas apenas se dibujaban en la oscuridad nebulosa. Algunos creían que esto no era más que un fenómeno pasajero, pero la nube se encargaba de debilitar estas especulaciones al aposentarse sobre aquellas cumbres con su apariencia mórbida y omnipotente.
Se presentó la ocasión para que Mario encarase a Sebastián. Terminaba éste de lanzar una injuria indudablemente dirigida al predicador cuando este hizo su entrada. Los concurrentes, que escuchaban atentamente las palabras del resentido, enmudecieron y se quedaron expectantes. Sebastián a su vez se paralogizó, esperando la inevitable réplica de Mario. Este, sin embargo, cruzó el recinto con su tranco cansino, tiró desmañadamente su hacha en un rincón y se sentó en una banca próxima. Luego, con voz ronca, pidió un trago. Una respiración de alivio pareció brotar desde los cimientos mismos del bar. Los escasos parroquianos se animaron y al poco rato el rumor confuso de varias conversaciones al mismo tiempo se instaló en el recinto. El enfrentamiento no se produjo...

(Continúa)







Texto agregado el 26-04-2006, y leído por 263 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-05-2006 Interesante, me gustó. Sigo. Besotes. Imagino cosas pero no me anticipo. Mis estrellas. Magda gmmagdalena
 
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