Hay veces que el tiempo no se hace notar.
Parece estancado, sin poder moverse, amarrado entre los lazos invulnerables de la nostalgia.
Y es entonces que caigo en la cuenta de que sigo suspirando por las mismas cosas por las que repudié suspirar tiempo atrás.
Los recuerdos vuelven a hacerse pesados. Tanto que agachan mi mirada doblan mis rodillas, y otra vez comienzo a caer.
Y sin siquiera advertirlo, las lágrimas que juré no volver a dejar escapar vuelven a llenar mis mejillas áridas, con su tibio sabor. Como esperando amortiguar con sus aguas, la inevitable caída.
Puede que sea esta rabia que me inunda al recordar que aún te quiero, por más que, entre pasos perdidos y con una sonrisa lánguida, jure desmentir. Y puede ser que las hojas secas esparcidas a mis pies, y el suave aroma a tierra húmeda me halla traído recuerdos de tiempos cada vez más lejanos.
O tal vez sólo halla sido el viento, que entre remolinos, decidió traer tu perfume.

Y mientras caigo, advierto tu rostro llenando el vacío y tu voz confundiéndose con el silbido en mis oídos. Y aprieto mis ojos, y los puños, no con el miedo a caer, sino con el miedo de seguir viéndote cuando deje de hacerlo.