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El Gourmet

Rodolfo Gordoa llevaba varias semanas preocupándose por su peso. La última vez que había torturado a la báscula había sido tres días antes, y desde entonces no se atrevía a repetir la traumática experiencia. Pero Rodolfo no se preocupaba por mantener una figura esquelética; su única inquietud era no sobrepasar sus 111 kilos de pesos. Al alcanzar los 27 años, Rodolfo consideraba que su peso de tres dígitos le venía muy bien a su metro ochenta y cinco de estatura.

Desde pequeño fue un individuo obeso, lo que nunca le impidió ser feliz ni contar con una personalidad afable y bonachona. Su peso, contrario a lo que pudiera pensarse, nunca fue problema, y lo que para muchas jovencitas vanidosas podría ser motivo de suicidio, para Rodolfo significaba simplemente un estilo de vida. Éste incluía, entre otras cosas, cinco comidas diarias, una visita semanal al buffet de desayuno dominical del Hotel Prestige y el banquete mensual de la Asociación de Gourmettes de la ciudad. Incluso su profesión encajaba a la perfección con su modo de vida: Ingeniero Químico en Alimentos.

Sentado en el baño de su departamento, preocupándose por no subir de peso, súbitamente encontró respuesta a sus silentes rezos en una revista. Almidones, melasas, carbohidratos, comportamiento metabólico, blah blah blah... información extraña e inútil para el lector inexperto, pero inspiración divina para nuestro robusto amigo.

La intención de Rodolfo no era bajar de peso, ni crear un producto milagroso que prometiera la reducción de 10 tallas en 5 minutos. Lo único que él buscaba, era una sustancia que le permitiera ingerir grandes cantidades de alimento, sin alterar su peso en lo más mínimo. Así que con este propósito en mente, se encerró en su improvisado laboratorio y trabajó durante día y noche hasta encontrar el deseado elíxir. Después de dos meses de trabajo e innumerables pruebas en sí mismo, finalmente lo logró.

Coincidió que por esos días, se celebraba el banquete mensual de la Asociación de Gourmettes, así que aprovechó la ocasión para convocar a una rueda de prensa, anunciando con bombo y platillo, que el mundo estaba a punto de presenciar el hallazgo más importante desde la decodificación de mapa genético humano. Rodolfo ya se imaginaba recibiendo el Nobel en Ginebra en reconocimiento a su labor y ofreciendo conferencias por todo el mundo. Pero lo que más lo emocionaba de todo aquello, eran los exquisitos manjares que degustaría en las comilonas en su honor.

Los miembros de la prensa y los rollizos miembros de la Asociación, se mostraban expectantes a la intervención de Rodolfo. Pero sucedió que la desilusión y enojo de los periodistas no podía haber sido peor, mientras que la sala de banquetes no cabía en aplausos y expresiones de apoyo por parte de los gourmettes. Estos, no paraban de animar al emprendedor científico a continuar sus investigaciones en pro de la erradicación de la hambruna mundial y otros problemas de esa índole.

La reacción de sus compañeros aminoró la desilusión provocada por la prensa y como siempre, se dispuso gustoso a saborear los suculentos platillos que desfilaban ante sus ojos ansiosos. La noche prometía nuevos y excitantes sabores en grandes cantidades, así que presto, bebió tres dosis más de la fórmula para prevenir cualquier inconveniente.

Mientras los meseros con las charolas repletas de comida y bebida seguían circulando, la sonrisa de Rodolfo menguaba poco a poco. Su piel empezó a tornarse rosada, su estómago emitía ligeros pero profundos gruñidos como de timbales y de su boca resbalaba un finísimo hilo de una sustancia viscosa y transparente muy parecida a la saliva. Todo su rostro reflejaba un gran dolor, pero no queriendo dar molestias, como era su costumbre, adoptó una actitud estoica y se dirigió al baño.

Al verse en el espejo, descubrió un rostro extraño que no reconoció, con unos ojillos vacíos que lo observaban atentamente, unos labios morados que babeaban como perro y una tez de un rosa porcino. Un sudor frío le bañaba todo el cuerpo y los gruñidos del estómago continuaban cada vez con más fuerza. A cada segundo, se sentía más pesado y torpe y su barriga se acercaba sigilosa hacia el lavabo, como si se expandiera en silencio. Sus cachetes se inflaban como dos zeppelines y su cuello, de por sí ancho, parecía ahora del doble de su tamaño.

El primer botón de la camisa sucumbió y le siguieron los demás como fuego de metralla. Sus pantalones crujían por todas partes y los juanetes de los pies sufrían por la presión de los zapatos. Tambaleándose, salió del baño y cayó en medio del salón. Su cuerpo seguía expandiéndose, ahora más rápido, como un pastel bajo los efectos de la levadura. Cuando los primeros comensales llegaron a su lado, su cabeza y extremidades ya habían desaparecido, formando parte de la bola rosa que hasta hace unos minutos se llamaba Rodolfo.

La explosión sobrevino sin aviso alguno mientras todos los presentes gritaban confundidos y asqueados por la materia viscosa que los cubría. En medio de la confusión, uno de los parroquianos tropezó, y la espesa sustancia fue a parar a su boca. Sorprendido por el peculiar y exquisito sabor de aquella masa, se levantó y comunicó su hallazgo al primer compañero que vio. Pronto, el salón completo se arrodillaba para llenar sus platos. Cuando el alimento se hubo acabado, los asistentes se encontraban más que satisfechos y agradecidos con Rodolfo.

Y entonces, el sonido de 150 estómagos cimbró el lugar...

Texto agregado el 14-12-2003, y leído por 191 visitantes. (0 votos)


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