IV Parte
La noche comenzaba a instalarse con su capa azulosa cuando logré llegar al lugar. Afirmándome en la pared, caminé varios metros antes de llegar a la entrada. No había huellas que delataran el movimiento de personas o de vehículos, lo cual me desalentó un poco. Un inmenso portón se erguía frente a mis ansias y lo golpeé con las pocas fuerzas que me restaban. Ni siquiera se escucharon los típicos ladridos de perros que se supone deben cuidar esas mansiones. Insistí y esperé alguna señal, alguna voz, algunos pasos. Nadie acudió a mi llamado. Presa de la depresión, me abandoné a mi suerte, sentándome en el umbral. En mi desazón, imaginé que la casona estaba deshabitada. ¿Que posibilidades tenía yo de escalar el muro y cerciorarme de ello? En realidad, ninguna. El fantasma de Ralph se materializó en mi imaginación. Lo vi acercarse y sentarse a mi lado con una risa burlesca en sus deformados labios. Estábamos en muy parecida condición, sólo que yo aún no perdía la fe y la cordura pero ¿hasta cuando? Si hubiese aceptado la invitación de mis compañeros, nada de esto habría ocurrido. Estaría compartiendo con ellos, lejos de toda esta pesadilla. Pero no. Prefería mil veces mi coloquio con la naturaleza, elegía esos arrullos que tenían el poder de tranquilizar mi espíritu, todos esos rumores silvestres que traían paz a mi cuerpo martirizado. Paradójicamente, empecé a sentir una repulsión hacia todo aquello, un odio irracional, indeterminado, comenzó a dominarme. Y una palabra que antes ni siquiera avizoraba, se dibujó como la luz intermitente de un letrero luminoso, en mi azorada mente: ¡Egoísta! ¡Egoísta! Grité con todas mis fuerzas. -¡Egoísta! ¡Aún la maquinaria parece tomar mejores sentimientos que tú! Me sentía horriblemente agotado. Ni siquiera sentía mi pierna. El hambre me atenaceaba. Busqué en mis bolsillos algún rastro de alimento y sólo encontré unas pocas monedas y boletos de micro. Oscurecía rápidamente. Grité con mi último aliento. La puerta no se abrió. Un pájaro cruzó raudamente sobre mi cabeza, probablemente alarmado con mis gritos. Seguí su trayectoria, envidiándolo por su tan incuestionable libertad. -¡Si estuviese en la fiesta!- exclamé furioso, mientras arrojaba lejos el bastón. De inmediato me arrepentí de tan desatinada acción.
¿Quien no ha sentido alguna vez que es observado sin explicarse el por qué? Súbitamente me pareció que el peso de una mirada imponía esa extraña comunión de telepatía e intuición, e instintivamente, me volteé. Entonces reparé que en una de las hojas del portón existía una pequeña mirilla y tras ella, dos pupilas de un azul indescriptible, dos centellas insondables o, mejor dicho dos insondables, maravillosos y a la vez irreales ojos, me observaban y parecían sumirme con su particular mirada en un océano de preguntas sin respuesta. -¡Eh, usted, ayúdeme- reclamé prosaicamente, reconfortado por la presencia de un alma viviente en aquella desolada estancia. -Tengo un tobillo lastimado y no puedo moverme. Los ojos prosiguieron estudiándome rigurosamente, sin mostrar la menor intención de auxiliarme.-Ayúdeme por favor- insistí. Nada. -Debe ser un pequeño- pensé. Entonces grité: -Dile a tus padres que aquí afuera hay un señor herido ¿ves? Y le mostré mi pierna hinchada. Los ojos continuaron observándome con estoicismo. Me lamenté de mi mala fortuna. -¿Quien eres?- le interrogué, seguro de no obtener respuesta. Así sucedió. ¿Como habría reaccionado Ralph enfrentado a esa situación? Lo más probable es que en su insania, habría acometido furiosamente contra aquel portón y se habría roto su cabeza tratando de encontrar una respuesta a su irrefrenable delirio. Yo, indudablemente no era Ralph. Aún tenía un cierto dominio sobre mis facultades y pensé que tal vez si provocaba a esa persona, pudiese entablar algún tipo de comunicación. -¿Es usted un loco?- le pregunté, apuntándome la sien. Los ojos no se inmutaron. Insistí -¿o es sordo... ciego, acaso? -y me quedé mirando fijamente a ese par de ojos que para bien o para mal era todo cuanto podía considerar como una persona. Un ser desprovisto de cuerpo, de extremidades ¿de alma también? Sólo poseedor de un par de extraños, indefinibles pero dentro de todo, aterradoramente hermosos ojos, como si ellos fuesen un límpido amanecer de una mañana apocalíptica, la última visión antes del holocausto. Comencé a temblar. Algo parecido al miedo empezó a invadirme. No era que temiese estar frente a un hecho sobrenatural. Temía ser víctima de una extraña conspiración, cuyos alcances no podía precisar. ¿O acaso todo esto no era sino una broma de mis compañeros? ¿No estaría Astorga detrás de este montaje? Una curiosa sensación de paz alentada por esta antojadiza hipótesis, me reanimó. Me imaginé a los muchachos saliendo de su escondite, burlándose de mi ingenuidad, riéndose a carcajadas y celebrando su ocurrencia. Aún en toda su crueldad, esta situación por lo menos tenía la virtud de devolverme a la realidad. Pero no. Los ojos, tenuemente iluminados por una luz interior, continuaban observándome con esa impasibilidad que me terminó por exasperar. -¿Que no se da cuenta que estoy herido? He - ri - do- recalqué alzando mi voz. -Necesito que me ayude. Tengo hambre, frio, tenga usted piedad, por el amor de Dios. La mirilla se cerró. Calculé que se abriría el portón y aquel ser misterioso se presentaría ante mí para auxiliarme. Entonces yo le ofrecería mis excusas por haberla o haberlo ofendido. Me transportaría a una habitación grande y confortable en donde yo podría por fin descansar. Transcurrieron los minutos. La oscuridad era casi total y de no mediar la ligera esperanza que me embargaba, aquello me habría espantado. -Se tarda demasiado- pensé. Y una nueva crisis de dolor, frío e incertidumbre hicieron presa de mí. Como pude me acomodé en el duro asiento de piedras, pero las terribles punzadas eran cada vez más insoportables. -Mi resistencia es superior a la de Ralph- me dije, dándome cuenta que el personaje de ficción se había transformado en un equivocado punto de referencia. Pero era lo que tenía a la mano, Ralph, sometido a una situación perfectamente superable, Ralph, tratando de sobreponerse, Ralph fuera de sí, destrozado por las incongruencias y finalmente, perdida su razón, entregándose a un destino aciago, implacable, cruel. Temí morir de frío, mi vestimenta era demasiado liviana, calculé que sería algo tarde. Poco a poco fui cayendo en un pozo profundo de somnolencia e inconsciencia. Vi a Astorga, riéndose burlonamente, a mis compañeros, a Ralph narrando su fin ridículo, tan ridículo como la situación en que me encontraba inmerso...
(Continúa)
|