Primera Parte
No pretendo narrar una historia. Lejos de ello, al verter mi pensamiento en estas líneas, lo hago con el propósito de encontrar respuestas a un episodio que fue fundamental en cierta etapa de mi vida. ¿Fue un sueño? ¿Sucedió realmente? ¿Acaso fue sólo una confabulación de mi subconsciente zaherido, quien abrió una oscura puerta hacia lo incomprensible?
Aún hoy me estremezco al recordar la acompasada marcha de la maquinaria, la sonrisa burlesca de Astorga y sus secuaces, quienes no compartían en lo más mínimo mis intereses, tan lejanos a lo lujurioso ... hasta entonces. Aún siento vértigo al visualizar a través de la niebla de los años ese sendero de verde indicación, ese cielo de azul inmaculado, ese bosque, ese día. Conservo todavía en mi memoria, la enloquecida estampa de Ralph, el muchacho que murió a escasa distancia de su hogar, derrotado por su propia locura. Pero ningún vértigo, ningún temblor, se compara al momento aquél en que tuve frente a mí, mirándome fijamente, a esos ojos tan impenetrablemente azules, tan sobrenaturales y bajo cuyo influjo sucumbí de tal forma que aún ahora, cuando me decido a narrar esta vivencia, siento un imperceptible escalofrío que intuyo me acompañará hasta el fin de mis días.
Permanentemente paseaba yo por aquella avenida. La visión de sus inmensos árboles junto a ese rumor indefinible que sólo unos pocos oídos pueden captar y muchas menos bocas explicar, me acercaban a la cima misma del éxtasis. Cada cierto trecho me detenía a recoger alguna rama de forma caprichosa, o bien a contemplar el curso alegre y despreocupado del arroyuelo que se desplazaba lateralmente, como un pequeño tren de interminables vagones color agua. De vez en cuando un ladrido, un mugido o una brisa repentina, ponían una nota bucólica a mis divagaciones, mientras continuaba mi indeterminado caminar. Las pequeñas casas blancas reflejaban los dorados rayos del ocaso y a menudo me sentaba en algún montículo para observar como la penumbra las iba tiñendo de azul. Luego, cuando el cielo se poblaba de guiños amarillos y rojizos, emprendía un lento regreso, habiendo satisfecho mis bucólicas inquietudes. La oscuridad exaltaba mi imaginación y sentía que desde las frondosas copas de los árboles se escapaban murmullos que más que escucharlos con mis oídos, estos se introducían bajo mi piel, provocándome una sensación embriagadora.
Es fácil adivinar que yo vivía mis años tranquilos, cuando la soledad lejos de ser odiosa, es compañera y cómplice y cuando todos los acontecimientos se observan bajo el prisma de la ponderación absolutamente reflexiva. La maquinaria no se detenía y considerándome desligado de ella por completo, acataba sin embargo sus dictados. Paradójicamente y creyéndome libre de toda responsabilidad, era considerado como la mejor pieza de aquel engranaje y cooperaba a esa impresión mi imagen pulcra y sonriente, sin que ello significase una sumisión a toda prueba. La mayor parte del tiempo, yo circunvolaba ignotas regiones y era presa de la distracción que otros interpretaban como eficiencia. Y entre sueños e imágenes escuchaba a veces el griterío destemplado de esos seres distantes que eran mis compañeros. Mi colección de revistas, mis discos de vinilo, mis fotografías y todos aquellos juguetes íntimos en los cuales encontraba un cauce para explorar, me bastaban para distanciarme del mundo concreto. Ese mundo con el que me encontraba de sopetón, tecleando la máquina de escribir y llenando la trama sin sorpresas de un documento rutinario. Entonces me conectaba a regañadientes con la impersonal oficina, escuchando sin proponérmelo, las conversaciones obtusas de mis compañeros...
(Continúa)
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