Estuve planeando la escritura de un relato en el que al final se producía una muerte. Pero no era la muerte del villano, ni del protagonista, sino la del lector. En principio, no parecía una idea demasiado complicada, sin embargo me costó interminables correcciones llegar a la versión definitiva.
Quería que mi novia Lilí fuera la primera víctima de la historia. Eso era lo que decía siempre, «vas a ser la primera víctima de mi historia», cuando le pedía a alguien que leyera algo que había escrito, pero esta vez esperaba que, además de en el sentido figurado, la expresión fuera cierta en su sentido literal.
La observé sentada en el sofá de cuero del comedor leyendo detenidamente el relato. Cuando lo acabó, levantó la mirada y me sonrió. Caminó hacia mí y me besó, atusándome cariñosamente el pelo. Dijo que le había gustado mucho, pero no parecía que el pulso se le hubiera alterado en absoluto: ni se le había detenido (lo que hubiera significado que había logrado mi obra maestra), ni se le había acelerado en lo más mínimo (una súbita taquicardia hubiera sido una señal prometedora).
Lilí dejó descuidadamente el manuscrito sobre la mesa de café -uno de los folios cayó al suelo, ella ni se dio cuenta-, se puso la chaqueta y me recordó que las tiendas cerraban en veinte minutos y había que salir ya porque quería aprovechar la tarde del domingo para instalar las cortinas. La observé inmóvil desde mi asiento, deseando asesinarla. Tuve un súbito destello de esperanza... No, si la lectora moría a manos del escritor, técnicamente no podía decirse que hubiera sido el relato.
Lilí me esperaba de pie junto a la puerta abierta, con el bolso al hombro y moviendo la pierna impacientemente.
—¿Vienes o qué?
Recogí el papel y volví a dejarlo sobre la mesa. Apretando los dientes fui a coger mi abrigo.
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