“...Favor abrochar los cinturones para el aterrizaje...” anuncia la jefa de cabina por segunda vez. Cierro mi computador mientras calculo que la media hora restante de Arica a La Paz es suficiente para terminar mi presentación.
Que injusto pienso. Este vuelo tarda cinco horas: en cinco horas y media llego a Río. No se trata de justicia: Arica e Iquique tienen más contacto con Bolivia y Perú que con Santiago. Con los años de viajes se desarrolla la paciencia del viajero frecuente; suerte de resignación pasiva frente a lo inevitable, que ayuda a abstraerse de las relaciones tiempo/distancia, dejando simplemente que el viaje transcurra. Hoy ha transcurrido demasiado lento.
Aprovechando el alivio que produce el desembarque de un buen número de pasajeros, me pongo de pie para aliviar mi impaciencia. Detienes tu conversación y te diriges a la puerta delantera, pasas por mi lado regalándome una sonrisa. No sé si voy por ti o por algo de aire fresco, pero te sigo. No es posible salir, así que nos quedamos en la puerta. Nuevamente cruzamos sonrisas y alguna palabra. Noto cierta intencionalidad de tu parte, de que la comunicación fluya, y la dejo fluir. Se disponen a filmar una nota publicitaria con los pasajeros abordando el avión, así es que nos notifican cortésmente que estorbamos. Te invito a continuar la conversación sentados pero no es fácil pues el avión ha estado lleno en todos los tramos. Fluyen las palabras, fluyen las sonrisas, tocas mi brazo, toco el tuyo. Tus pómulos son hermosos. Extraña combinación: Cuerpo de europea y rasgos incaicos, talvez con un toque afro. Tus ojos son negros pequeños y rasgados: Atávico huir de un sol inclemente. Algo tiene tu modo, tu energía. Me seduces sin ser yo fácil de impresionar.
Me cuentas que eres periodista…¿Te habrás criado con tus abuelos?. Talvez entre hermanos hombres. Tus ideas de mujer madura esconden una niña pequeña y juguetona. ¿Habrás tenido que madurar de prisa?
Me hablas de las penas de tu país: unos se llevaron tu oro, otros nos llevamos tu mar. Me siento acusado de un crimen pretérito. Estoy encerrado, no me puedo defender ni pedir disculpas: debo aceptar el castigo estoicamente… Un pasajero que acaba de subir, reclama los asientos que estamos usando. ¡Salvado por la campana! Alguien comenta que estábamos allí sólo “pololeando”. Reviso la escena desde afuera y con satisfacción pienso que es cierto. Nos ponemos de pie y nuevamente estorbamos. Usurpamos otro par de asientos, no nos importa, queremos seguir charlando. Llega el dueño despojado pero comprende la situación: “Me puedo sentar en este otro si es que es el suyo...”, “gracias...” le digo sin responder su pregunta. “Bueno,...si no es el suyo, igual” concluye. Somos cómplices en este mini caos de asientos trastocados y me gusta.
“...Favor abrochar los cinturones para el aterrizaje...” Sentencian los parlantes por tercera y última vez. Dos ideas me asaltan: No he terminado mi presentación y no tengo tu teléfono. Como si leyeras mi pensamiento sacas tu tarjeta de presentación y me la pasas. “Si puedes me gustaría cenar contigo...”, agrego algo tarde. Percibo una reacción de duda, “te llamo luego de mi reunión” concluyo. Al bajar, tus cosas están atrás y las mías adelante, parte del caos que impera. Te espero en la manga a que salgas. Te demoras. Dudo en seguir aguardándote pero aún -parte del protocolo- no te he dado mi tarjeta. Vienes con un grupo pero sales sola. Al pasar policía internacional el oficial me pregunta si eres mi esposa: “aún no” bromeo. Al llegar a la salida me sorprende tu abrazo de despedida. Mi chofer aguarda en la puerta.
“Como ha estado su viaje ingeniero?”, me saluda Edgar con cortesía, “!Muy bien!” contesto y me sorprendo con el énfasis de mi respuesta. Subimos al automóvil y me hace entrega de mi celular. Antiguamente se usaban grilletes, así no te era posible correr. Ahora, siempre te encuentran, no importa cuanto corras. Que hermoso sol. Definitivamente lo necesito para estar bien. No es el calor, no me importa el frío. Es simplemente la luz. El cielo azul. Cambiaría mi mar por este cielo azul. Iniciamos la marcha y con mal disimulada curiosidad me comenta: “La señorita con la que Ud. venía... es una periodista de la televisión, bien conocida aquí... “ Pausa dramática y mirada de pícara complicidad. “Hemos venido conversando parte del viaje” cierro la conversación con voz seca. Con cierta frustración regresa al camino e inicia una cortés enumeración de los principales puntos de la ciudad. “¿Qué buen restaurante hay aquí?” pregunto, confiando que no habrá asociación contigo. Suena el celular: “...Bien, muchas gracias... cual es el nombre del gerente general? ...ok ...sí, tengo mi presentación casi lista –exagero- ...ok, allí estaré”. Me registro en el Raddison y termino mi presentación.
Hago mi trabajo en hora y media y regreso al hotel. Me desnudo, tomo tu tarjeta y me tiendo en la cama. El sol entra por la ventana y baña mi cuerpo: lo disfruto. El celular suena nuevamente: “como ha ido la presentación? ...bien, lo de siempre”, “ Cuando regresas? ...no tengo vuelo hasta mañana así que pasaré la noche aquí”, “Que lastima que tengas que cenar sólo! ...no hay problema” ...ni cenaré sólo –pienso- mientras miro tu tarjeta. Con cierta inquietud marco tu número. Tu voz me tranquiliza. Noto nuevamente esa intencionalidad de que las cosas resulten. Acordamos que me llamarás cuando estés lista. No hago planes. Nunca hago planes. Sólo quiero estar contigo. Aprehenderte, asimilarte... Me dejo llevar por el sol y el sueño. Suena el celular. Me anuncias que tienes problemas, que algo imprevisto ha surgido. No me asusto: la intención sigue allí, confío en que mientras sigas queriendo encontrarás el modo de que esto resulte. Sólo tenemos esta noche ...El teléfono suena por tercera vez “estoy lista...” me anuncias con entusiasmo. Pasarás por mí en quince minutos. De un salto me meto a la ducha. Me visto con innecesaria celeridad (olvido que el tiempo aquí tiene otra connotación). A la media hora suena nuevamente el teléfono. Eres tú sin embargo me desconcierto. Pensé en alguien del hotel anunciándote. “Estoy abajo esperándote ...perfecto, ya bajo!”
Mientras me acerco tengo tiempo de mirarte en detalle. No lo había hecho. No acostumbro hacerlo, al menos cuando siento este tipo de atracción. Llevas una falda corta, medias negras y botas. Marco perfecto para tus piernas de amazona altiplánica. Quedo impactado. Mi bestia se despierta. Debo luchar contra ella, pero en el fondo tiene claro su rol de predador secundario. Como las hienas que siguen a los leones para alimentarse de los despojos, sabe que no tiene oportunidad de saciar su sed de carne hasta que yo sacie mi sed de espíritu. Me rescatas con tu abrazo cálido. Algo tiene tu cercanía que me reconforta. Te comento lo hermosa que estás y me lo agradeces. Me das alternativas pero no dejas lugar a duda respecto a donde quieres ir. No tengo problema: como de todo y no es esa mi preocupación en este momento.
Caminamos al restaurante que elegimos. Está muy cerca de mi hotel. Es un lugar de carnes agradable con una buena barra de ensaladas. Miramos la carta. Te observo algo intranquila en la selección del menú. Me gusta dejar que la carta me seduzca, pero tu afán no me permite dialogar con el menú. Me inquietas al pedir una limonada: Una mujer que no se lleva con el vino no se puede llevar bien conmigo. Te lo ofrezco y lo aceptas con agrado. Pido la carta de vinos. Sólo vinos chilenos corrientes y algunos vinos locales. Frente a tu recomendación accedo a aventurar con los vinos locales. No me dejas ser el primero en degustarlo. Me incomodo -para mi sorpresa- con un vestigio de machismo arraigado. Finalmente lo pruebo. Sus taninos son intensos, como todo buen vino de guarda. Necesita reposar, tiene que despertar de su larga siesta. Tiene cuerpo, color e intensidad, pero algo me falta: sí, es ese aroma del sur, ese olor a bosque lluvioso, es el aroma de la madera húmeda, el inconfundible aroma de la barrica de roble. Me quedo en este detalle. La verdad es que ha sido la completitud del resto lo que ha remarcado esta falta. Hago hincapié en esta debilidad cuando me preguntas. Es tal vez una revancha por tus comentarios sobre el mar, el pan y la mantequilla de mi país. Por qué competimos?. Mientras te frustro con mi respuesta, medito para mis adentros sobre el vino. Como puede… ah! es cierto: altura, sol, frío, falta de agua, roca, exceso de minerales ...algunas personas piensan que para un buen vino se requiere buena tierra. La verdad es opuesta. Se necesita que la uva pase momentos difíciles para que se desarrolle su carácter. Buenas condiciones sólo produce azúcar, principal enemigo del carácter. Es lo mismo con las personas ...Qué clase de vino eres?
Finalmente eliges una combinación de carne, chorizo y morcilla pero pides que te cambien esta última por ubre. Yo tomo la combinación original, luego de pasar por el “Piqueteadero” de Don Pedro en Bogotá, tengo curiosidad por saber como sabe la morcilla de aquí. Me preguntas si no me gusta la ubre y no puedo evitarlo. Mi mente está entrenada para las asociaciones, de eso vivo. Sin embargo, mi autocensura me impide hacer cualquier alusión a mi gusto por los pechos femeninos: “La verdad es que no” respondo finalmente.
Te cuento parte de mi historia. Me cuentas parte de tu historia, la que eliges. Tengo la sensación de que la gente que trabaja en comunicaciones es experta en “incomunicación”: saben perfectamente como no decir lo que no quieren decir. Qué es lo que no me quieres decir? No importa. Todos tenemos derecho a guardar nuestros secretos dolorosos. Te hablo de honestidad, me hablas de “falta de cintura” ...No me parece que tengas poca cintura. Te cuento de mi fracaso luego de diez años de matrimonio. No sé como lo tomas.
Suena tu celular. Siento celos. Que ridículo!. Es una llamada de trabajo. Comienzo a acariciar tu brazo. Recibes mis caricias de buena forma. Mientras conversas, un movimiento de tu brazo lleva mi mano hasta tu pecho. La bestia ruge. La reprimo. Sin darme cuenta cómo, tomo tu mano. Es un viejo truco: no hay plan, no hay intención, no hay malicia. Sólo hay ganas de dar. Dar cariño. Siento que algo quieres y quiero dártelo. No se qué es. No me lo quieres decir o no soy capaz de escucharte. Somos los últimos en el restaurante, pero no me quiero ir. No quiero que acabe esta cena. Pido la cuenta.
Al salir, me cuesta conservar el equilibrio. ¿Será el vino? No, imposible!. Debe ser la altura y el cambio de temperatura. Tal vez es tu proximidad: tan cerca y tan lejos. Caminamos abrazados y de la mano. No sé a donde vamos. No me importa. Sólo me importa estar contigo. Hablas de bares, de posibilidades, del camino a tu casa. Me das explicaciones sobre los bares, sobre tu casa, la basura en el suelo. Es casi un monólogo. No es que no te escuche, pero disfruto dejándome llevar. Me muestras lugares y edificios. Sólo registro una puerta de madera tallada. Amo la madera. No, no es la madera. Es el trabajo del hombre sobre la madera. ...Más borrachos ...más basura ...un bar gay.
Llegamos a tu edificio. Abres la reja a tus vecinos. Me pregunto qué sigue. Estás inquieta. Alternativa uno: No sabes como despedirte. Alternativa dos: No quieres despedirte. Te quiero ayudar, estás nerviosa por conseguir un taxi, pero no me voy a apurar. Aún no me cuadra mi sensación con tus palabras. No deseo presionarte más. Acordamos vernos para el desayuno y me despido. Cuando parto a tomar el taxi, me sorprendes con un beso furtivo en los labios. Me devuelvo. No quiero que sea a la rápida. Tomo tu cabeza y te pido un beso. Me dices que no y en una salida de emergencia me das un beso en la cara.
Me subo al taxi sumido en frustración: no ha sido el beso, no ha sido que esperase más. No tenía expectativas. Nunca las tengo. Me quedo con la sensación de no haber sabido lo que necesitabas. La cena ha terminado. Se que mañana no habrá tiempo para despedirnos. Ambos somos profesionales de carrera y dedicamos la mayor parte de nuestra energía al trabajo. De cualquier manera lo he disfrutado verdaderamente.
La Paz, 19 de Julio del 2001
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