Es una manera muy útil y placentera ésta de salir a caminar para liberar mi mente de tanto trabajo que ya agobia. En otoño el barrio se presenta tan veneciano, que algunas veces decidiría ubicar mi escritorio en alguna plaza, y utilizar de anotador alguna que otra hoja que se desliza por las escaleras que la brisa le concede.
Pasado el horario de la siesta, y los locales comienzan a abrir sus parpados, ruidosos chirridos del oxidado y viejo metal, persianas gastadas y detrás, los hermosos matices de las vidrieras, casi en juego con los toldos de la estación. De golpe un soplido me enfría súbitamente las manos, así que decido tirar el cigarro que estaba fumando, y esconderlas en los frondosos bolsillos de mi sobretodo.
Parece que en esta época del año, el viento se vuelve juguetón por demás, pues constantemente las mutiladas lagrimas de los árboles se revolotean de un lado a otro sobre el nivel del suelo, estorbando el caminar, pero volviéndolo dinámico y fantástico.
Ya la gente deja sus casas y se presta a la juerga popular de disfrutar las tardes y andares que el pueblo nos regala. Me freno frente a la vidriosa puerta de la peluquería, con un solo fin, y allí, desde lo profundo del local, Martoin, el peluquero, alza su mano en acostumbrado gesto de calido saludo. Pues si no quisiera saludarme, y solo lo hiciese por cortesía, levantaría su mano hasta la altura de su pecho, y no como ahora que la mantiene por encima de su cabeza. Lo hermoso de estos pequeños viajes son los saludos de las viejas vecinas, que hacen sentir a uno querido y hasta acogido. Una cuadra mas, y las campanas de la catedral anuncian las cinco de la tarde con una armonía tan espectacular como la gótica arquitectura que las sostiene.
Y de repente las calles se convierten en bulerias ante mis ojos, rayos del sol surgen de entre las nubes, el adoquinado y las lúdicas hojas se iluminan resplandeciendo las miradas, y puedo sentir que una tenue sonrisa se dibuja en mis labios, y allí descubro cuanto disfruto de mi andar.
Casi como una manía que me atribuyo, cruzo la calle para pasar por la acera de la catedral, pues siempre supe, sin saber aun el por qué, que es allí donde encontraré el final del camino, la paz que la estructura me brinda.
Y de momento la brisa se convierte en muda exclamación, giro para observar alrededor y, las cabezas de la gente y sus miradas admirando en una sola dirección; o alguna que otra mueve su vista hacia mi y retorna a lo que le llama la atención. No lo había notado, pero las hojas, bailarinas tan solo hace momentos, están ahora detenidas unas en el aire, otras por el suelo, a la altura de la cabeza, de las rodillas, de los pies, pero detenidas en fin. Un simple segundo en donde todo, absolutamente todo se detiene ante mi. Los rostros de los transeúntes con gestos de horror y exclamación indescriptible, y yo aquí, parado en la puerta de la catedral sin entender qué logra detener al tiempo, lo que provoca esas asustadas caras. Y de repente todo se vuelve negro y sin vida, un momento de temor e incógnita.
Quién iba a imaginar que alguien dejaria caer una vaca desde el tejado de la catedral.
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