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Drassylend tendría elecciones en un breve plazo. El partido marrón que era una colectividad nueva dentro del contexto histórico político-partidario del país, se preparaba rigurosamente para participar en el proceso y para ello se había asesorado con los más especializados personajes de todos aquellos rubros que indiscutiblemente inclinan un resultado hacia un lado u otro. Los anteriores presidentes de la importante república (todas las repúblicas son importantes y la que no se considere así es porque se auto cataloga de potencia) habían sido unos personajillos inocuos que habían gobernado bajo el lema de la inercia y la pereza –que la una apoya a la otra y ambas definen a un gobierno moderado. Entre todos se había incrustado extemporáneamente un dictadorcillo que quiso hacer y deshacer pero lo primero no lo consiguió y lo segundo lo realizó con tal maestría que le dejó tarea por varios años a los presidentes que le sucedieron. La democracia era algo amorfo (Algo así como un pescado recién sacado del agua envuelto en papel mantequilla) y en donde todo lo que oliera a libertinaje se legitimaba por medio de leyes redactadas en un dos por tres para de ese modo ampliar el radio de acción de la democracia aquella que pretendía ser una de las más liberales del orbe. Una de las características más marcadas de los presidentes, dictadorcillos y subrogantes, eran sus deplorables taras físicas. Por ejemplo, uno de ellos era un tuerto -y no es que se pretenda discriminar la minusvalía ocular del mandatario sino su cometido. Consecuente con su campo visual restringido a la mitad, su accionar en el área legislativa favoreció siempre a todos aquellos que se situaban a su derecha (zona que abarcaba con menos dificultad y que los aprovechadores, mañosos en el arte de manipular, embaucar y ganar beneficios a toda costa, se peleaban con admirable perseverancia) Los que se situaban en el lado tuerto, luchaban por atrincarse al lado menos oscuro pero he aquí que el jerarca, aconsejado por sus asesores, giraba bruscamente y los del séquito parasitario, consumases, coludidos e informados, lo hacían en la misma medida, de tal forma que el conjunto jamás se desintegraba y los únicos que quedaban a la deriva eran los menos hábiles, los menos muñequeros y los menos informados. Lo mismo sucedió con un mandatario rengo, uno manco, uno con un leve síndrome de Down y varios otros con perversiones y estigmas de toda clase. Conscientes pues de esta estadística, los asesores se abocaron a la tarea de encontrar a un individuo de impecable físico, un actor de cine poco menos. La dificultad estribaba en que todas estas celebridades eran unos viciosos, otros unos maricas reconocidos y los menos, declaradamente idiotas, con el agregado de ser demasiado identificados con el espectáculo. Se procedió por ello a realizar una encuesta secreta para sondear las preferencias de las damas –que eran mayoría en el país y por lo tanto el segmento que era necesario cautivar- y se llegó a la conclusión que ellas preferían a los tipos buenos mozos, de personalidad fuerte y con voz microfónica. Lamentablemente, en Drassylend no existían especimenes que reunieran tan excelsas características y si bien se podía encontrar a uno que otro muchacho pintoso, eran estúpidos a tiempo completo y los valientes, gallardos y de voz en frecuencia modulada, poseían características tan poco presentables que de resucitar el tirano Hitler y haberlos atisbado siquiera de reojo, las víctimas del Holocausto se habrían incrementado considerablemente. El dilema para el partido marrón no era menor. Las colectividades antagonistas ya habían elegido a sus abanderados y mal que mal eran personajes reconocidos en el ámbito nacional y ya sabemos que las mujeres son cautas cuando se trata de enfrentarlas a alguna encrucijada como es un proceso eleccionario. La salvación era encontrar al adonis que concitara su atención, remeciera sus hormonas, las hiciera soñar y les desatara esa faceta entre lujuriosa y maternal que poseen la mayoría de las féminas. De pronto, Ermógenes (sin H), un ingeniero agrónomo experto en clonaciones de especies en extinción, tuvo la genial idea que habría de colocar al partido marrón en el primer lugar de las encuestas. Reclutó a cincuenta hombres barbilindos de edad mediana (dando por entendido que esa edad cobija a especimenes entre los treinta y cinco a cuarenta y cinco años) y realizó un riguroso casting, siendo elegido después de varias arduas sesiones, un tipo que era rubio, alto, con aspecto de ario, de radiantes ojos color malva pero cuyo intelecto rayaba en la idiotez más absoluta. Luego, el ingenioso agrónomo agrupó a 8.000 tipos muy pero muy desfavorecidos por la naturaleza, léase individuos de aspecto a la bestia que acompañaba a la bella, o a los personajes más exóticos de La Guerra de las Galaxias. Algo tenían en común estos terroríficos personajes: una voz melodiosa, varonil, bien timbrada, especial para discursear y cautivar a los oyentes. El ganador de este carnaval de Halloween fue un chicoco muy parecido a Nosferatu, cuyo timbre de voz subyugó al exigente ingeniero, que dicho sea de paso, en sus años mozos había integrado el Coro Nacional de Sitohutiti.

El siguiente paso fue bastante más complejo puesto que se requería armar algo que jamás de los jamases se les había ocurrido a los estrategas del marketing: Crear un prototipo presidencial, es decir un candidato perfecto, un político tan carismático y confiable que arrasara en las elecciones. Para ello se contaba con la facha de Apolinario Narváez, el apolíneo idiota que para más remate era tartamudo pero con un talento incomparable para la fonomímica. La otra parte la aportó Mauricio Donoso, el Nosferatu criollo cuya profunda y hermosa voz fue empleada para grabar sentidos discursos que llegarían al alma de la chusma inconsciente. En poco menos de una semana la dupla ya estaba aflatada para comenzar la campaña publicitaria.

En dos meses, Apolinaire Donoso, el efebo de escaso seso, era el candidato seguro para ganar las elecciones. La muchedumbre en la cúspide del fervor, acudía hipnotizada a escuchar la supuesta melodiosa voz del guapo Apolinaire, quien les ofrecía casas, trabajo, buenas remuneraciones, libertad, salud, educación y paz duradera, todo ello muy bien gestualizado por el fonomímico que sólo repetía el mensaje grabado previamente por el adefesio enano. Todo marchaba a las mil maravillas y los dirigentes del partido marrón ya se habían repartido todos los ministerios y carteras en vista de la casi segura victoria. No les preocupaba el hecho que se hubiese prometido demasiado, ya que eso era parte esencial del ejercicio político. _Que más da. Cuando Apolinaire sea el presidente de la Nación, cambiaremos el discurso y aún que propongamos fusilar a todos los indigentes, ancianos y niños, el pueblo aceptará feliz ya que lo que salga de los labios del enano será música para sus oídos aletargados. La campaña fue larga y exitosa. Faltaba sólo una semana para el cierre de la campaña cuando ocurrió lo imprevisible: el enano falleció repentinamente, no se sabe si de un infarto, a causa de un envenenamiento o simplemente de asco. El terror se apoderó de los jerarcas del partido y de todos los estamentos. Ya no quedaban más discursos, se habían ocupado todos en las diversas convocatorias y para el cierre de la campaña, acto que se realizaría en el Parque Nuñiluquitama, se precisaba leer algo más contundente y definitivo. Pero la genialidad del ingeniero sobrevolaba por sobre las más cruciales circunstancias y tuvo la gran ocurrencia de recortar lo más significativo de cada discurso archivado y tijeretazo tras tijeretazo compuso un discurso que ya se lo hubiese querido el más encopetado candidato al sillón presidencial.

La mañana del día final, el decisivo, ocurrió algo que sobrepasaba todo lo presupuestado y que pudo muy bien significar la debacle total del partido: Apolinaire sufrió una cuadriplejia y quedó más inmovilizado que la estatua que presuntamente harían en su honor años más tarde sus predecesores. El llanto, la rabia, la desesperación, una que otra abjuración y dos intentos de suicidio, fueron algunas de las reacciones de la cúpula del partido. De nuevo, el ingeniero ¿quién otro? tuvo una ocurrencia que superaba todo lo escrito por Poe, Lovercraff, H. G. Wells, Verne, Bradbury o Stephen King: Diseñó una especie de escenario bajo el cual se acomodaría al infortunado Apolinaire. ¿Para qué? dirán ustedes. Bueno, en realidad el escenario era un gigantesco artificio que sustentaría el cuerpo del ahora lisiado candidato, quien sería atado con hilos invisibles como si se tratase de una marioneta humana. ¡Vamos que no te lo creo! ¡Virgen Santísima! ¡Caray! Todas esas expresiones se escucharon y muchas otras y todos recuperaron su optimismo y ninguno pensó en el pobre tipo ya que el ansia de poder es superior a cualquiera consideración de índole moral. ¿Se han preguntado ustedes cuantos países son gobernados por un maniquí? Y conste que no estoy hablando ni de compensaciones ni de gobiernos títeres ni de naciones satélites. Les dejo la interrogante.

A mediodía, todo estaba listo para la gran final. Apolinaire Donoso había sido colocado delante del estrado y se habían hecho todas las pruebas del caso para garantizar una actuación más que convincente del candidato. El mecanismo funcionaba a la perfección y una gran cantidad de hilos absolutamente invisibles manejados por un complejo computador, permitían controlar hasta el más mínimo gesto del muchacho de tal suerte que nadie hubiese notado el artificio aunque se colocase a cincuenta centímetros del infortunado.

La fanfarria desplegó sus notas marciales anunciando el ingreso de Apolinaire. Un estruendo ensordecedor correspondiente a cien mil gargantas enfervorizadas que coreaban el nombre del candidato, precedieron la apertura del amplio cortinaje marrón que dio paso a la imagen del buen mozo Apolinaire. Este lucía obviamente un traje de color marrón que destacaba su cabellera rubia flotando levemente al viento, recurso prestado también por la computadora titiritera ya que en ese instante no había ninguna brisa.

Todo anduvo de maravillas, las aclamaciones, la voz de Apolinaire reinando sobre el vocerío, su magnífica gestualidad cuando se trataba de enfatizar alguna idea y la euforia de los dirigentes que ya apostaban sobre seguro y se congratulaban unos a otros, siendo el ingeniero quien se llevaba todas las palmas.

De nuevo ocurrió un imprevisto. Los brazos de Apolinaire se movían con desenfreno y en un pasaje del discurso cuando exclamaba con su voz galana:-¡No permitiré que nadie –entiéndase bien- nadie, se anteponga a los superiores deberes que como Presidente de la Nación me impondré! No bien hubo terminado la frase, los hilos de su mano derecha, ya sea por fatiga de material o porque estos ya no se aguantaban la vergüenza, cedieron al unísono y la diestra se desplomó sobre la tribuna golpeando secamente la madera y pasando a llevar grabadoras y micrófonos, los que salieron despedidos en todas direcciones. El gesto, que para la muchedumbre pareció premeditado, arrancó una ovación y desde el fondo surgió una especie de murmullo que a medida que crecía dejaba sentir con mayor nitidez el lema: ¡Apolinaire Presidente! ¡Apolinaire Presidente! Con los ojos llenos de lágrimas, el Ingeniero ordenó que se diera por terminado el acto y los encargados de la tramoya cerraron con celeridad las gruesas cortinas color marrón.
Los medios de comunicación ya daban por seguro ganador al bello candidato. Las encuestas hacían otro tanto y el día de las elecciones las urnas registraron un record de asistencia. A medianoche se conocieron los resultados: Apolinaire Presidente de la Nación con un 79% de los votos.

Pasado dos años, el Gobierno del títere era absolutamente exitoso. La economía había crecido en un 2%, los empleos se multiplicaron, la salud y la educación fueron gratuitas y todas las cifras eran de un azul radiante. Esto hasta que sucedió la más grande y la más catastrófica de las desgracias: Ermógenes, el mentor del Partido, sometido a una presión sin límites y agobiado por el exceso de actividad, sufrió cierta noche un derrame cerebral y quedó tieso como una momia en su lujoso lecho de mármol de Carrara. La noticia fue un impacto doloroso para todos los dirigentes que preveían con desolación que no existía otra inteligencia que pudiese igualarse a la del ingeniero. Secretamente se hicieron sondeos para dar con alguien que pudiese reeemplazar siquiera en parte al gran mentor. En una lejana provincia existía un humilde gásfiter que se distinguía por ser un verdadero genio en su ramo y que era capaz de arreglar el más complicado entuerto con solo su llave maestra. Aproblemados como estaban, los dirigentes, jerarcas y parlamentarios todos, supieron de la existencia de este hombre y en menos que canta un gallo se le trajo a Palacio, se le hizo jurar adhesión incondicional al Partido a cambio de una lujosa mansión en el Barrio más encopetado, con la condición sine qua non que redactara un plan de trabajo que se extendiera por todo el resto del mandato de Apolinaire. El hombre, cuyo epónimo era Silvestre, apenas sabía escribir por lo que pidió que se le permitiera contar con una secretaria mecanógrafa. Su petición fue complacida y una hermosa morena comenzó a tipear con sus hermosos dedos lo que el gásfiter le iba dictando, de tal suerte que en dos días, el plan de Gobierno estaba concluido y Silvestre y Magdalena, la secretaria, profundamente enamorados y comprometidos.
Pero las sorpresas eran parte de la dinámica del Partido Marrón: Subitamente, Apolinaire recuperó su sensibilidad, poco a poco sus articulaciones revivieron y para sorpresa de todos, en una semana el Presidente Títere caminaba sin ninguna complicación por los pasillos del Hospital General, con el importante agregado que ya no tartamudeaba y se había transformado en un ser de refinada inteligencia y magnífica elocuencia. Cuando se enteró que había sido manipulado como una marioneta, se enfureció y le pidió la inmediata renuncia a todos sus asesores. Se produjo una crisis interna que conmovió los más sólidos cimientos del Partido. Se temió que si esto trascendía a los medios de comunicación, se produciría un escándalo mayúsculo. Habría cárcel para algunos, extradición para otros y la erradicación definitiva para todos de lo que más les apasionaba: la Política. Entonces entró a tallar Silvestre, el gásfiter. Conocedor de la situación que se estaba produciendo y temeroso de perder todos los privilegios conseguidos, urdió el siguiente plan. Se envenenaria a Apolinaire y él se ofreció generosamente para reemplazarlo. Algunos fruncieron el ceño: un crímen complicaba las cosas y hasta que se probase lo contrario, político no era sinónimo de asesino. Se transó en lo siguiente: Se secuestraría al Presidente, se le adormecería y se haría una máscara de su rostro. Esta la utilizaría Silvestre para suplantarlo y Apolinaire sería encarcelado perpetuamente. Así se hizo. Silvestre fue enjuiciado por rebeldía y de este modo las conciencias de los jerarcas quedaban a salvo.
De este modo, Silvestre y Magdalena cumplieron una brillante labor en la Primera Magistratura, tanto así que fueron reelegidos por dos períodos más mientras Apolinaire, que años antes había recuperado la libertad de sus movimientos, ahora pagaba con cadena perpetua tan osada actitud.

Texto agregado el 13-12-2003, y leído por 689 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-12-2003 una ironía que retrata lo que pasa en muchos países, o al menos en uno que yo conozco. el final guido, lo siento un poquitin flojo, en relación con el desarrollo del texto. un saludo. Martin_Abad
 
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