El colectivo había estacionado en ese mismo sitio, donde el letrero anunciaba aquella referencia histórica. Su mirada quieta se hundió en el interludio de mi rostro, donde las claves del encuentro atestiguaban lo remoto. Aquella impronta desterrada por los días se había hecho carne en mí; su silueta conjugada con las sombras; el artilugio del metal deslizado por la espalda en un choque de armaduras y batallas; lo filoso conquistando carnes; reyes y coronas tendidos por las huestes, enunciando ese irremediable olvido. Bajo un bautismo de espadas, el equilibrio volvía a romperse ante aquellos gritos. Como una escultura anclada al piso, presencie la masacre de inocentes almas; inerte; temerosa; cíclica. Asistí al encuentro de mis antecesores, para compartir un oscilante mar de hechizos. Fui navegante de sus horas tripulada por extrañas manos; devoradora de esos sueños; infierno; paz; lumbre; hasta desembocar bajo la misma sangre... A veces un instante, donde las coordenadas interceptan nuestro espacio, puede hacernos reemplazar vidas distantes...
Me detuve en el rostro de Alejandro, mi acompañante, quien no cesaba de mirarme sorprendido; bajo mi piel, aún era esa guerrera de insondables sueños luchando cuerpo a cuerpo la batalla. Permanecí sentada frente a él, estoica y aguerrida en esas mismas ruinas, hasta que sus ojos se esfumaron lentamente sin palabras. Luego limpié el rojo de mi lanza hecha cuchillo, para concluir la estadía del viaje.
En la ciudad, otro cadáver se sumaba al degüello originario de aquel caudillo, ahora reencarnado en mis entrañas...


Ana Cecilia. ©