Acarició su parte más íntima y ello, simplemente, la encendió. Como todas las noches: la misma hora, el mismo ambiente, la misma música y el mismo ritual. Presintió que algo más habría, que todo lo que ella le había enseñado, las horas que habían pasado juntos, las enseñanzas y las vivencias que habían compartido, el amor y el respeto que se profesaban, alcanzarían allí, en ese mismo tiempo y lugar, un destino común. Supo que no era una velada más, semejante a las que día tras día (¿serían cien, quince o mil?) acostumbraban pasar. El la adoraba y le profesaba su amor a cada minuto, en cada acto, en cada palabra o en cada caricia que le dirigía. Sin embargo, nada fácil era lograr un acercamiento (en un principio lo creyó imposible, aunque poco duró ese "loco" pensamiento) que le permitiese formalizar o consumar la unión tan deseada. Era su vida, su capricho y su necesidad: lo único por lo que durante algún tiempo trabajó a fin de consolarla y renovarla en su inagotable fuente de belleza y sabiduría. Ella (fría, sólida y distante), lo ignoraba. Pero esto él no lo veía (ahora, después de todo este tiempo, me pregunto si hubiese podido yo, el mismo iluso y el mismo androide lunático, desde éste, el otro lado, haber hecho algo por su salvación); es más, creía ver en esa indiferencia una invitación a la pasión desenfrenada, al amor esquizofrénico y obsesivo que tanto le atraían. Así comenzó su idilio y sus noches se extendieron a mañanas, y éstas en inacabables tardes, dando paso a nuevas y recurrentes noches; sentado sólo frente a ella, admirando su imagen y explorando sus intimidades; inmiscuyéndose en lo más profundo de sus entrañas; profanando sus más excéntricos y secretos tesoros; creando y entrelazando fantasías hasta por él mismo insospechadas.
Extasiado, desencajado y con varios días sin conciliar el sueño, fue ingresando en un estado total de inexistencia, provocado por la loca ambición de conocer todo y cada rincón de su idolatrada. Así pasó varios meses (tal vez fueran años, lo mismo da), sin concebir otra idea que la de entregarse a su inalterable pasión. Hasta que al fin llegó esa noche...
Con las últimas fuerzas que le quedaban, intentó sin fortuna aferrarse primero al pecho y luego a las piernas de su amada.
Lo último que pudo observar, en un irreconocible y desafortunado acto de cordura, fue cómo lo que él creía el rostro de su platónico amor, no era más que el monitor de una moderna PC, y que éste se lo llevaba, (para nunca más regresar) a este otro mundo que alguna vez yo también, humano devenido en píxel, ignoré.
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