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Terminé de cargar las maletas en el auto, él cerró la portezuela de golpe, y al darme la vuelta, quedamos frente a frente, mirándonos, sin saber que hacer, qué decir o cómo reaccionar; ambos éramos muy hombres, norteños, muy machos.
La situación se prolongó un poco más de lo debido, el ambiente se tensó, nos cuadramos esperando ver cómo reaccionaba el otro, traté de ser el primero, pero veinte años de aprender que los hombres debemos ser duros, fuertes, ecuánimes, me lo impidieron.
Él también estaba en posición, pero ninguno de los dos pudo vencer sus prejuicios, estiró el brazo y estrechamos nuestras manos. Nunca nos dimos ese abrazo.
Esa fue la última vez que vi a mi padre con vida. Ahora han pasado dos décadas y no ha transcurrido un día sin que me arrepienta de no haber sido un poco más emotivo, de haberlo estrechado entre mis brazos, de apretarlo fuertemente para grabar en mi memoria, su olor, su volumen, su textura, irónicamente el recuerdo más vivo que tengo de mi padre, son sus manos, recias, firmes, fuertes, con dedos como salchichas, manos de un hombre que se forjó a sí mismo, pero que no pudo transmitir a sus hijos la agradable sensación que da un abrazo fraternal.

El día anterior me había casado, siendo el tercero de cinco hermanos, era el primero en desposarme. Llegamos a casa para recoger mi equipaje, mi esposa y yo pasaríamos la noche en un hotel, para partir al día siguiente en nuestro viaje de bodas, teníamos planeado realizar un viaje en automóvil hasta las playas del estado mexicano de guerrero, un viaje de más de 1,500 kilómetros que nunca finalizó, milagrosamente nos contactaron en un hotel a mitad del camino, el cuál escogimos al azar cuando el cansancio, cobró su factura. Dejamos equipaje y automóvil en el hotel y tomamos el primer avión que estuvo disponible. A partir del momento en que arribamos y por espacio de tres meses, mi vida transcurrió en una sucesión de hechos que recuerdo vagamente; como una secuencia de imágenes fijas. Demoré más de 100 días en poder llorar a mi padre.

Ahora, al inicio de mi cuarta década, con el mayor de mis hijos de la misma edad que tenía cuando me despedí de él, ahora, soy yo el que rompe los prejuicios, el emotivo, el que da el primer paso, el que abraza fuertemente y da besos ruidosos, el que se entromete en su vida para conocerlos mejor, para consolarlos, para disfrutarlos, para evitarles este penar...

Monterrey, México al 21 de Abril de 2006

Texto agregado el 22-04-2006, y leído por 537 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
17-07-2006 maravilloso...algo asi me paso con mi abuelo valee
29-06-2006 Tiene razón Castillo, tu actitud es la mejor!!!!!!!!! chantal-deveraux
29-06-2006 Ay, Miguel, me hiciste llorar... Yo tampoco pude abrazar a mi madre, no llegué a tiempo, carajo! Dos minutos después y toda la vida que me queda desaando haber sido abrazada.... Muy bueno. Disculpá la catarsis, algunos textos uno los toma como propios.... chantal-deveraux
25-06-2006 Creo que todos tenemos nuestra historia con nuestro padre. Tu actitud de no parecerte a él, respecto de tus hijos es loable. castillo77
14-06-2006 si, dichoso tu que tuviste padre. ?Que mas te puedo decir? lo recuerdas, lo vives aun cuando no esta. Que bueno que tus hijos te tienen como eres, no importa que no seas lo que ellos quieren, pero que nunca les faltes. Un saludo. Lindo texto. RHCasstro_
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