Brillante, redonda. A la velocidad de la caída libre se deformaba estirándose con una cola en punta, reluciendo tornasol bajo el cielo grisáceo, liberada de las nubes y desmayándose en el aire. No resistió el impacto en el suelo y estalló en miles de fragmentos líquidos con el inconfundible estruendo de la primera simpática gotita que salpica el patio seco. Luego, otras más le siguen, más graves. Comienza su armonía. El coro de la lluvia, miles de pequeñas y mojadas vocecillas formando el fondo ideal de un día melancólico. En términos simples, llueve.
Alberta atraviesa el espacio sin techo en el patio, y entra de prisa al comedor tapándose la cabeza con su cuaderno de lenguaje abierto. La siguen sus amigas, riéndose filosófica y despreocupadamente, cuidando que la lluvia no deje su cabello espantoso. ¡Qué problema! Después de lavarlo y peinarlo cuidadosamente, no, una lluvia fatua no puede arruinarlo. Que molestia. “Aaaaaay…” se lamenta Alberta. “Tenía que ponerse a llover”. Su voz se arrastra perezosa. Las tres chicas cruzan la puerta de vidrio y aseguran una mesa junto a la ventana.
Nuestra primera gota de lluvia (la brillante, la redonda), hace cinco segundos atrás, dejaba su estela en el cielo a unos quince metros de altura, frente al tercer piso del liceo, que comenzaba a humedecerse por el frío. Ahí, desde una ventana dormilona y nostálgica, la caída de esta primera gota es percibida por Eli, quién, con su sien apoyada en el vidrio, parece confundirla con el brillo inseguro de sus propios ojos. Sus ojos. Eli tiene unos ojos profundos, oscuros, penetrantes, pero al fondo de ellos hay cierta ternura que se escapa por sus cejas y sus mejillas de niña delgada y pequeña. Ella recibe con un sesgo de alegría la primera mensajera del aguacero, que pareciera traerle un abrazo en el momento mas preciso, más necesario. A Eli le gusta la lluvia. En sus oídos la música le hace desear el aguacero. Y el aguacero llega, a los cinco segundos después de que la gota brillante y redonda cruza el cielo, justo cuando salpica el suelo, mientras Eli escucha, en su “walkman” (porque ella no logra ni quiere dejar atrás los anticuados “casetes”) un tema raro de una vieja banda de Liverpool. “If the rain comes, they run and hide their heads; they might as well be dead, if the rain comes, if the rain comes…” A ella le gusta esa canción porque le gusta la lluvia, y no al revés.
Cinco segundos después de que la primera gota salpica el piso (vale decir que eso ocurre a cinco centímetros de mi zapato) me percato de varias cosas. De que Alberta acaba de entrar al comedor riéndose con sus amigas. De que se va a poner a llover. De que por mi mente esta pasando la canción de Casablanca (“As times Go by”, como parte de mi anacrónico repertorio) y me estoy acordando de un comercial absurdo de pañuelos desechables que imitaba esa película, no te quedes en el pasado nena, etc. De que hoy— ¡rayos, lo había olvidado!—tendré que comer en el casino del liceo y la cola es inconmensurablemente larga. Así que cinco segundos después que Alberta y compañía crucen el umbral, entro rápidamente al casino, que en días de lluvia se vuelve milagrosamente cálido. Aburrido por la espera, simplemente clavo mis ojos en la ventana del comedor que da al patio. No hay nadie, solo se ve el piso mojado. Las pozas. En fin, la lluvia es lo único entretenido que mirar, y es como los rompecabezas y por eso me gusta. En fin…
Hago la fila. Mirando la lluvia me dan unas irresistibles ganas de volver a escuchar, por milésima vez, esa nostálgica canción que llueve en mi mente. Los días como este me dan algo raro. Pero claro, hay gente que le da igual. Entre ellos Alberta. Ella es normalmente pretenciosa, aunque no es el estereotipo de niña linda. Tiene cierta afinidad con el chisme que a veces se hace bastante evidente, y dice cosas que me traen a la mente, junto con un suspiro de profesor (aunque solo soy un número de lista en medio de la multitud de uniforme), la frase típica: “Esta sociedad…”, ese eterno reproche. Ahí en la mesa, esa mesa que parece reservada sólo para ciertas personas, hay gente feliz, si, al menos gente que parece no cambiar su estado de ánimo cuando llueve. A veces algún docente toma un lugar entre ellos. Parecen una familia.
Baja las escaleras de la mano de la nostalgia. La lluvia la llama, su canto, su susurro, y algo que roza su melancolía, ya no lo recuerdo bien. Eli podría lloverse ella misma, sublimarse, condensarse y descender en ese abrazo eterno y húmedo, ella podría ser todas las lluvias del mundo, ella podría caer sobre todo el liceo, ella podría ser la consumación de todas nuestras lágrimas. Después de todo ¿No es son todas nuestras tristezas la lluvia? la lluvia absurda, mágica, milagrosa, la lluvia en primavera.
Eli sabe que tiene que almorzar. Siempre me he preguntado si esta niña tendrá interés en los trámites necios e inverosímiles de la rutina. El cielo húmedo llama a sus pasos. El suelo podría resecarse de tanta agua. No, la lluvia no la dejará abandonada. La lluvia no haría eso. Alguna clase de tristeza salpica sus esperanzas. No es el capricho de mojarse. Es la lluvia que la llama. El patio está totalmente deshabitado, solo las gotas juegan, ríen y conversan como estudiantes liberados de las presiones académicas durante quince minutos. Eli siente el olor a frío y está cada vez más hechizada. Vuelve a escuchar la canción.
Rain, I don't mind.
Shine, the weather's fine.
I can show you that when it starts to rain,
(When the Rain comes down.) Everything's the same.
Esta poseída por el lapsus invernal. De algún modo para ella todo es lo mismo cuando llueve, no le importa mojarse, por otro lado, ella ama la lluvia y se acabó. Yo pienso en la tediosa espera en la fila. En la mesa de Alberta comen, son felices y ríen. ¿para que preocuparse por escribir un sentido mas allá? Esto es el liceo, dedícate a pasarlo bien. Carpe Diem. El argumento esta a punto de convencerme, que más da todo, en medio de la patética aburrida fila, para qué buscar un sentido, respuestas, nada. Y en esto estoy pensando cuando…
En ese segundo Eli está ante el patio. Afuera llueve con furia, como si el chubasco quisiese desesperadamente atraparla, llamarla. Y ella lo oye, absorta. Y responde. Da un primer paso tembloroso, luego otro, pero ahora firme. Y siente las primeras gotas, que se posan sobre ella, que se hunden en su uniforme, que se absorben en su ropa, en su alma, en su mente, en su memoria y en su melancolía. Ella susurra, intentando el ingles, atrapando la melodía, “…rain, I don’t mind…”, y perdiéndose en el patio. Todo es sublime, ella camina extasiada, dejándose mojar, casi puede sentirse ella misma brillante y tornasol cayendo desde miles de metros de altura y fragmentándose en miles de prismas pequeñísimos, o mojando su propio uniforme y absorbiéndose en su propio chaleco, y volviendo a lloverse, así, girando una y otra vez por la eternidad. la lluvia la lleva en sus brazos y ella está ida.
Me quedo mirándola. Está sola en la lluvia, como si no le importara mojarse, como escapando de las repetitivas estupideces que conforman el día a día. Y entonces vuelvo a convencerme de que, aunque la vida es siempre el mismo absurdo cuento cíclico, aún existe gente que sabe que la vida no es hablar como la gente, caminar como la gente actuar como la gente. El repiqueteo se hace incesante y la lluvia baila liberada junto a Eli, tan solo una niña delgada y pequeña con quien no más de una vez en la vida he hablado. Y justo cuando voy a esbozar un sonrisa nostálgica me doy cuenta de que alrededor mío algo no esta bien, cierto extraño movimiento en la fila. La gente de la mesa feliz también mira por la ventana, pero sin entender, como si fuese un ser de otro mundo el que está disfrutando del aguacero como se debe. El primer comentario abofetea mi incipiente sonrisa.
— ¡¿Que le pasa a la Eli?!
— ¿A la Eli?—pregunta otro— ¿Por qué?
— ¡Mira al patio galla!—clama Alberta— ¿qué está haciendo la Eli?, o sea, ¿qué se fumó?
Miré a todos lados como si el liceo se estuviera derrumbando. Creo haber mencionado que no siempre simpatizaba con Alberta. Pero ahora, si yo no fuera un tipo tan formal, podría gritarle que se callara. El espectáculo fue deprimente, como un flaite mirando un Van Gogh autentico, como un par de ebrios que rayan un graffiti en un monumento histórico. Si bien nadie se burló de Eli, sus ojos la miraban espantados, sin entender como se le ocurre a una niña de liceo salir a mojarse al patio como una loca. En todas esas miradas había una mezcla fría de desconcierto y acusación. De hecho, todas esas preguntas repetitivas e innecesarias no eran más que la sentencia de mentes rectangulares: esa niña está loca. Y ahí en medio, Alberta avivando la cueca, agitando sus manos, abriendo sus ojos grandes y con una discreción irónica que hacía más notorio su escándalo. Talvez si no hubiese sido por ella nadie habría notado el paseo de Eli; ella, despreocupada y risueña, no puede entender, pienso yo, como es que a esa niña no le importa mojar su largo y brillante cabello. “¡Se va a poner hediondo, cómo hace eso!”.¡Pero no se da cuenta de que Eli es la lluvia, y eso a nosotros no nos incumbe! ¡Y quienes somos nosotros para juzgar a la lluvia! Y como quisiera decirle todo eso en este mismo momento… pero sólo guardo un silencio culpable.
Seguí mirando por la ventana y la melodía del piano vertical de aquella vieja película sonó en mi recuerdo casi tan fuerte como el crepitar del aguacero, mientras ya los últimos ojos dejan en paz a la niña lluvia. Eli, empapada, tenía clavada su mirada profunda en una nube lejana. De pronto todo se volvió silencio. No sé si alguien más lo notó. Pero en los zapatos de Eli se reflejaba el suelo como en un espejo. Entonces todo su cuerpo se hizo un reflejo perfecto, un cristal eterno y pasajero, una melodía sublime, un crepitar invertido. El aparato de audio cayó al piso repitiendo al aire su canción favorita y toda ella se convirtió gradualmente en miles de prismas líquidos, como líneas borrosas, como lágrimas estáticas, que cayeron desde kilómetros de altura sobre todos nosotros, lentamente, girando en ese abrazo eterno y húmedo.
Pasmado y triste a la vez, me di cuenta de que era mi turno en la fila. Almorcé con mi mente obnubilada, sin decir ni palabra a mis amigos. Mientras terminaba de comer vi a Alberta cruzar el patio, protegiendo su cabello de la lluvia con un viejo libro de Neruda que leía por obligación. Y sentí, muy dentro de mí, un deseo irrefrenable de volver a escuchar, por milésima vez, aquella vieja canción de “Casablanca” que llovía en mi melancolía.
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