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VI


Libre, libre hasta lo insoportable, con cada segundo de mi vida a mi completa disposición, hilando recuerdos y tratando de no enfrentar esta sensación demasiado cruel que se había aposentado en mi alma como una enfermedad terminal, transcurría mi existencia, ya ajena a las horas y a lo perceptible. Tendido en una pequeña cama de un cuartucho miserable, recorría con mi mirada el desolador mapa de la techumbre. A veces las manchas se me figuraban personajes mitológicos, en otras ocasiones presenciaba aterradoras escenas que en realidad no eran más que filtraciones de agua de lluvia que habían dejado su indeleble huella en la madera carcomida. El mobiliario era una desvencijada cómoda de pino y una silla con el tapiz roto. En un rincón de la pequeña habitación se apilaban mis dos maletas y rumas de diarios amarillentos, los mismos que había comprado para buscar empleo en los económicos. En los escasos momentos de lucidez, me abocaba a revisar mi situación, reconocía que de ahora en adelante mis días tendrían más de veinticuatro horas. Descontando las reglamentarias ocho horas de sueño, dispondría de más de dieciséis largas horas para divagar. Multiplicadas cada una de ellas por dos o tres, el resultado sería que mi jornada diaria constaría de más o nos treinta y seis largas y tediosas horas cronológicas, en las que se encasillaría latamente mi dolor y mi aburrimiento. Discurría tales tonteras en medio de un sopor que me impedía movilizarme. En el fondo, no hacía ningún amago por intentar realizar una terapia que me sacara de ese trance. Odié más que nunca las matemáticas y sus signos aciagos que restan, sólo restan, los plazos que se vencen, la vida misma que se va deshojando hasta secarnos completamente, hasta transformarnos en cadáveres vivientes que sólo se alimentan de nostalgia. Mi estómago parecía ser una bomba de tiempo a punto de explotar, me asqueaba todo, todo era superfluo, vacío de humanidad. Llegó a tanto mi estado, que me olvidé de mis hijos y de mis dos Amandas. Me parecía estar a la deriva en medio de un río caudaloso, veía a seres diversos haciendo sus vidas. Yo era un privilegiado espectador contemplando a esos seres imaginarios que ignoraban mi presencia. Permanecí en este estado letárgico durante tres o cuatro meses. A veces -no muy a menudo- me levantaba de mi lecho como un sonámbulo y salía a buscar algo de comer. Pero este no era un acto consciente sino la fuerza innata que conlleva el instinto de supervivencia. Supongo que mi mujer en algún momento trató de ubicarme. Lo ignoro. Cuando arrendé el cuarto, pedí reserva. La dueña de la pensión me miró como si fuese un delincuente huyendo de la justicia, pero como cancelé al contado el arriendo de cuatro meses, la puerta me fue franqueada. Nadie puede ocultarse toda la vida. Cierta tarde, mientras me debatía en medio de atroces pensamientos, sentí que tocaban a la puerta. Ficción y realidad se confundían en mi mente. Pensé que uno de mis fantasmas se corporizaba y acudía a consolarme. En cierta forma no me equivocaba. Sentí que mis pies tocaban de nuevo el suelo al escuchar la voz dulce e inconfundible de Amanda. Ordené mis cabellos, me abroché la camisa y abrí nerviosamente la puerta. Allí se encontraba la mujer de mis sueños, de pie en el umbral, radiante como nunca y lo más importante: venía sola, sin orangutanes gigantes ni bebés llorosos, de comitiva. La invité a pasar al sucucho y ella lo hizo con majestad, mirando cuidadosamente cada rincón de la habitación. No se inmutó en lo más mínimo, por lo menos no advertí ningún atisbo de conmiseración en su mirada. Su beso, bendición concedida por los cielos, dejó una húmeda y deliciosa sensación en mi mejilla. Me dijo que estaba mucho más delgado y que pese a todo, me veía saludable.
¿Cómo...estás...tú?- le pregunté con voz afónica, ya que mis cuerdas vocales habían sufrido el castigo de mi largo mutismo. -¡Hum! Yo estoy bien, todos estamos bien, incluyendo a Javier y Javierito. Eres tú el que me preocupa, sin embargo. ¿Que sucedió, por favor? Te lo pregunto como tu amiga. –Ya debes saberlo...Amanda tiene que habértelo dicho todo. -Es verdad. Tienes razón Ella me explicó sus motivos, algo que yo no inquirí, créeme. Pero yo me preocupé mucho por ella, por los niños...por ti. Sólo escuché el "por ti" Saqué de contexto esas dos palabras y las atesoré como alimento divino. ¡Por ti! ¡Por ti! ¡Por ti, mi amor!- fantaseé. -Tú sabes cuanto los estimo a ambos, Amanda es como una hermana para mí y tú... . -¿Yo que, mi vida- le pregunté con la voz muda y palpitante de mi pensamiento- ¿Yo que? -...Y tú también significas mucho para mí. Mi corazón pareció detenerse abruptamente para asimilar el impacto. ¡Yo significo mucho para ella!- repitió mi alma regocijada y la abracé y la besé y ella accedió a mis requerimientos con una pasión desbordante. Sólo que aquello ocurrió en mis sueños, una fantasía tan real que se desvaneció cuando ella terminó su idea: -Eres como el hermano que me habría gustado tener. Eso tú lo sabes muy bien ya que sólo somos mi madre y yo y pienso que necesité a alguien más con quien compartir mis juegos y mis secretos. Quise llorar a gritos. Todas mis ensoñaciones se transformaban abruptamente en algo incestuoso. -¡Eres como todas! ¡Sabes arruinarlo todo justo cuando uno comienza a creer en ti!- grité con todas mis fuerzas hasta desgañitar mi voz interior. Traté de disimular mi aflicción, pronunciando un irónico: Gracias, hermanita. Me pareció escuchar como algo indefinible se rompía dentro de mi. -Estoy bien. Lo estoy superando- creo que respondí. Recordé a mis hijos y también lo imposibilitado que me sentía de enfrentarlos para dialogar con ellos. Le consulté a Amanda por su estado. -Están bien y muy ansiosos por verte. Tu esposa se ve un poco desmejorada. Durante mi visita lloró a mares. Pero aún así, dice que es para mejor. No sé, me parece sinceramente que en el fondo no lo siente así... -Mira Amandita, ella siempre se caracterizó por actuar sin pensar demasiado en las consecuencias. Reconozco que es una muy buena mujer, pero eso no obsta para justificar sus arranques temperamentales. Aún creo que esto pudo arreglarse de mejor manera. -Querido, no deseo por ningún motivo que mal interpretes mi visita. Yo no vengo a mediar ni tampoco a traerte recados, ¡pero que más me quisiera! Siento que Amanda está sufriendo demasiado y tus hijos se sienten un poco huérfanos. Sólo acudí para saber de ti. Es un sentimiento genuino que nace por el enorme cariño que siento por ambos. Tómalo como la ofrenda de una amiga o de una hermana. -¡Ni hermana ni amiga que ambas visiones no cuadran con mis fantasías! Tu significas para mí mucho más que eso.- pensé. -Mi mujer es demasiado orgullosa para tratar de contactarme. Pero veo que tu hiciste un buen trabajo de investigación ya que nadie conocía mi paradero. -No es mérito mío sino de mi esposo. El realizó las averiguaciones. Magila es también detective- me reí para mis adentros. Le dije a la bella que quedaba poco por hacer, que ni dejar transcurrir el tiempo sería una buena solución. Que lo mejor era que cada uno rehiciera su vida. Ella asintió pero arguyó que le dolía vernos separados, luego de haber compartido tantas cosas con ambos. -Amanda-le dije, -No es necesario que recuerdes eso. Yo, por mi parte, tengo muy claro el primer día que te conocimos. Incluso podría describir con lujo de detalles la vestimenta que llevabas puesta en aquella ocasión. -¿Tanto así? -Tanto así. Amanda?., -me encaramé al embriagador carrusel del ensueño y mi voz debe haberle sonado algo quejumbrosa. -¿Sii?- murmuró algo temblorosa. Me dije, en sucesión de ideas que afloraron en mi mente como veloces fogonazos que estaba a las puertas del Paraíso, que sólo esperaba que no traicionase su condición de mujer y no enfriase esta pasión que me alucinaba, con una maldita respuesta sensata. Me senté en una maleta que estaba junto a su silla y justo cuando me disponía a encaramarme en el más vistoso caballito de aquel lúdico carrusel, escuché su voz, ahora adquiriendo matices germánicos, que me señalaba que ella y su marido me ayudarían en todo lo que pudieran, que Javier me encontraría una ocupación en su empresa y que su sueño, su único sueño era que mi mujer y yo nos volviésemos a juntar. También me pidió que me alimentara, ya que estaba demasiado delgado.
En definitiva, Amanda -con sus palabras conciliatorias y esa volatilidad aparente- había detenido rotunda y dolorosamente mi carrusel. Mis pensamientos se confundían con dramatismo, ya que me resistía a perderla del todo. Mareado, casi ciego de dolor por la acción de aquella derrota, me acerqué a ella, para olerla y sentirla y decirle al oído: -Gracias, muchas gracias por esto... -¡Por favor! ¡No faltaba más! ¿quién otra sino yo, debe estar a tu lado en este difícil momento. Yo, incansable en mi empeño, me refería a su beso, a aquella caricia estampada en mi rostro por esos labios carnosos, tibios y sensuales. Sólo eso había bastado para animar aquella jornada. Amanda se despidió con otro beso, mucho más fraterno y al marcharse, quedé nuevamente sólo, revisando la aleatoria programación de mis desvaríos.
Ese atardecer sentí la necesidad de salir a la calle. La visita de Amanda me había provocado tal inquietud claustrofóbica que por instinto busqué alivio en la espaciosidad de esas avenidas solitarias. Por otra parte, me ahogaba el sentir como mis ideas -tan profusas como erráticas- sobrevolaban sobre mi cabeza como espeso humo de cigarrillos en el menguado espacio de mi habitación. Vagué por oscuras calles y sin proponérmelo, llegué a la plaza aquella en donde conocí al viejo de las palomas. El lugar estaba vacío. Ni viejo, ni palomas ni nada. Me senté en un banco y comencé a mordisquear unas galletas endurecidas que encontré en mis bolsillos. La noche caía como un manto luctuoso sobre mis divagaciones. Me sentí como un astronauta que hubiese arribado a un planeta deshabitado. Miré con desgano el entorno. El busto del estadista que dominaba el centro de la plazoleta, parecía, en la penumbra, una estatua de mausoleo. Contemplé las típicas inscripciones trazadas con objetos punzantes en el banco. Nombres escritos dentro de corazones deformados, frases que presumían de ser inteligentes, consignas y también mamarrachos, todo ello entremezclado como un cóctel que avivaba mi desconsuelo. La depresión comenzaba a entronizarse en mi espíritu y a no mediar un hecho fortuito, me habría dejado llevar por ella hacia los territorios sórdidos de la patética resignación. Un grito agudo me trajo de golpe a la realidad. Vi a lo lejos la figura de una mujer añosa que pedía ayuda con desesperación. Instintivamente me levanté y apresuré mi paso hacia ella. En el rostro de la mujer se dibujaba una mueca de espanto. Le pregunté con voz adormecida que era lo que estaba sucediendo. -¡Don Rosendo! ¡Don Rosendo se está muriendo! Me vino a la memoria el viejo de las palomas. Claro, era un nombre poco común. -¿Dónde está él?- le pregunté. -En su pieza. Le llevaba una taza de te y lo encontré tirado en el piso con los ojos blancos y temblando como si hubiese visto a Satanás. ¡Por favor! ¡Necesito ayuda! -Me parece que conozco a ese señor. Indíqueme su habitación. La mujer me condujo por un oscuro corredor. Era una antigua casa de pensión, con multitud de puertas correspondientes a otras tantas habitaciones. Nadie se asomó para satisfacer su curiosidad. Al final del pasillo se filtraba un hilo de luz mortecina sobre el sucio entablado. Era una puerta que estaba entornada. La abrí del todo y vi al pobre viejo tendido en el piso, pálido e inerte, como si la muerte ya se hubiese saciado con su pobre humanidad. Haciendo uso de mis escasos conocimientos de primeros auxilios, puse mi oído en su pecho. Los débiles latidos de su corazón me indicaron que aún vivía. Le ordené a la mujer que se consiguiera un teléfono y pidiera una ambulancia. Cogí una hilachenta frazada y lo cubrí cuidadosamente. La mujer salió presurosa y al poco rato regresó toda asorochada y enhiesta como un boy scout. Vienen en camino señor. No sabe cuanto le agradezco que me haya ayudado. Yo soy muy miedosa con estos asuntos. Además no tenia a quien acudir ya que esta casa la habitan muchos ancianitos solos que apenas se bastan a si mismos. Le dije a la mujer que me alegraba de haber sido útil. A todo esto, el viejo comenzó a recuperar la conciencia. Abrió sus ojos y me miró con fijeza. -¿Quién... es... usted, joven? -balbuceó . -Soy Segismundo Hinostroza. ¿No me recuerda? -No...tengo...el gusto. ¿Es usted... amigo de... alguno de... mis ...hijos? -No. Pero no se agite. Quédese quiete-cito. Ya hablaremos después. -Agua, por...favor, a...gua. Le serví unos cuantos sorbos de un vaso que me tendió la mujer.-Mis hi...jos, mis hi...jos. Hay... que ...avisarle a ...mis hijos.
Resumiendo, aquella noche acompañé hasta muy tarde a don Rosendo. Hice los trámites para que lo hospitalizaran, llamé a varios teléfonos que encontré entre sus papeles, en un vano intento por comunicarme con sus hijos. Me despedí de él, prometiéndole regresar al día siguiente. El pobre anciano sujetó mis manos como si estuviese ansioso de afecto. Me reconocí a mi mismo deseando a la bella Amanda. Cavilé que la soledad de los viejos es como la prima hermana de la muerte. Ellos se acostumbran a cobijarla entre sus desvencijadas pertenencias, dialogan con ella buscando entre los jirones de sus recuerdos, idealizando y mintiéndose a si mismos y finalmente, llegado el momento de la partida, la toman del brazo y se hunden casi con regocijo en la nada. Aquella noche, después de mucho tiempo, sentí que mi vida había tomado un rumbo cierto. Por otra parte, dormí y soñé dormido, como creo que lo hace el común de los mortales. Las luces comenzaban a encenderse en mi entendimiento, tenía, por lo menos, la claridad de lo que ya no se consumaría en mi vida...

(Concluye)

Texto agregado el 21-04-2006, y leído por 260 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
21-04-2006 Tremendo este capítulo, un cúmulod e emociones, estocadas directamente al corazón. No te voy a negar que lo terminé con lágrimas en los ojos. Besitos y estrellas. Sigo. Magda gmmagdalena
 
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