V
A las diez de la mañana debía entrevistarme con el gerente de cierta empresa productora de alimentos. Un cuarto para las diez, yo esperaba acicalado y vestido como para una primera comunión. Cerca de las diez y quince se acercó la secretaria, una rubia veinteañera, quien, con la mejor de sus sonrisas, me invitó a pasar a la oficina del señor Corral. Cuando ingresé al recinto casi me desvanecí. La atmósfera estaba enrarecida por un olor a incienso. Saludé y él sólo meneó ligeramente la cabeza. Estaba embutido en un sofá de cuero y su rostro redondo como una manzana, parecía a punto de estallar bajo el inexistente cuello, desplazado por una gran papada que parecía rebasar su blanca camisa. El Buda de corbata me invitó a tomar asiento. Hojeó cuidadosamente mis documentos y luego se quedó inmóvil y silencioso. Temí que hubiese sido víctima de un repentino infarto. A los dos minutos preguntó con voz metálica: -¿Su gracia? Pronuncié mi nombre entusiasmado. El continuó su interrogatorio, imperturbable: -¿Profesión? Le enumeré mis diversas actividades. -¿A que viene usted? Sentí que era el auditor de la pregunta más tonta escuchada jamás. Me pareció que mi estómago daba vueltas sobre si mismo, -¿a que viene? ¿a que viene? ¡Que necedad! Estaba claro que no me encontraba allí para jugar a las cartas con el gordo fofo. Navegué por las aguas de la obviedad y le expliqué que venía por el empleo, que por eso lo de mis antecedentes y por último, porque había sido citado para ese día. -¿Qué edad tiene usted?- -Cuarenta y..- no alcancé a finalizar la frase. -¡Nooo! Lo siento. ¡Cuarenta!- repitió con su voz metálica. Me sentí un ridículo carcamal. -Mire señor- prosiguió- aquí se trabaja duro y para eso necesitamos personal calificado, mental y físicamente. -Buda irreverente -pensé, -¿Acaso él se cree una sílfide? -En consecuencia, tengo el deber de comunicarle que no puedo ofrecerle el empleo. Quizás para más adelante... Adelante y buena suerte. Dicho esto, el Buda dejó de funcionar. Salí con la cola entre las piernas. Enfrenté varias entrevistas del mismo talante: quizás, tal vez, posiblemente. Me sorprendió el hecho de tratar con infinidad de gerentes que me consideraban una excelente persona, inteligente, simpático y otras tonterías, pero que por el momento no tenía cabida en su sistema. La idea del suicidio volvió a aparecérseme como una solución. Mis deudas crecían en proporción geométrica, las disuasivas cartas de mis acreedores se acumulaban en los cajones. Mi mujer optó por salir a trabajar, acarreando una serie de inconvenientes anexos: la casa era un caos, un verdadero campo de batalla, platos sucios, ropa tirada por doquier, un persistente olor a comida quemada, gritos y remolina de parte de mis hijos, quienes, insertos en el clima anárquico que se vivía, intentaban sobrevivir con primitivo acento al infortunio que les rondaba. La luz y el agua fueron cortadas, el gas duró un poco más, pero repentinamente, una mañana, la llama de la cocina se extinguió como se apaga la vida de un cristiano, rodeado por sus inconsolables deudos, sólo que en nuestro caso la pena fue mayor porque perdimos al ente que calentaba nuestros precarios alimentos. Ya sin su llama, la situación se tornó insoportable. A tientas, sedientos y entumecidos, vagábamos por las lóbregas habitaciones, recriminándonos los unos a los otros. Veía dibujado en los ojos de mis hijos una mirada turbia que podía interpretarse como odio o desesperanza. Yo los trataba de estimular, pero era en vano. Para ellos era imperdonable que yo estuviese cesante y su madre tuviera que salir a trabajar. Ella llegaba tarde por la noche, cansada, trayendo entre sus dedos ateridos una pequeña bolsa con comestibles. Una tarde, mientras trataba de lavar la vajilla, tocaron a la puerta. Pensé con terror que era la policía ya que en aquellos momentos nada me asombraba. Atisbé tras los visillos, imaginándome rodeado de furgones verdes. Era Amanda, la glamorosa, precedida por una inmensa sombra que bien pudiese haber sido un oso o un armario y que al fin y al cabo, no era sino el petulante de Javier. La recibí sin el fervor de antaño y sin la alegría que me dominaba ante su sola presencia. El bruto portaba entre sus brazos una especie de pelotita envuelta en lana celeste que acunaba con torpeza. -¡Hola Caco!- me saludó, disparándome un beso con su fina mano. ¡A tanto había llegado nuestro alejamiento. Lucía mucho menos gorda que en vísperas del parto. Abrí aún más la puerta para que pudiesen pasar. Amanda, recordando sus mejores tiempos de soltería, dio tres pasos de modelo antes de arrellanarse en el sofá. Javier, me saludó con un gruñido inteligible y con una mueca que parecía una desganada sonrisa, pasó amenazadora-mente por mi lado y se sentó al lado de su mujer, sacando lastimeros crujidos del mueble. -Ah, pero que tonta soy. Se me olvidaba presentarte a Javierito, el nuevo integrante de la familia. Y por supuesto, tu futuro ahijado porque no creo que ustedes tengan inconveniente en honrarnos ¿no? -Por supuesto que no los tenemos- admití entusiasmado, aunque era una admisión hipócrita ya que no me seducía en absoluto la idea de ser compadre de un mamut. Con Amanda era diferente, yo le pertenecía hasta la muerte ya que mi reverencia hacia ella era inclaudicable. -El honor es mío- contesté sin ninguna originalidad. -¿Y donde se encuentra la ingrata de la Amanda que no viene a saludar a su vieja amiga. Tragué saliva antes de responderle. Las pupilas del bruto oscilaron dentro de sus órbitas, sin ningún sentido aparente. Le expliqué luego de varios rodeos, porque el tema me avergonzaba, que mi esposa estaba trabajando. -¡Que mala suerte! Con las ganas que tenía ella de conocer a mi Javierito. Pero de todos modos habrá tiempo para que nos reunamos a ver los detalles del bautizo. ¿Tu crees que ella se alegrará de ser la madrina? -Si, mi amor- le respondí mentalmente, pero le dije que mi mujer estaría feliz con la noticia. La reunión duró escasos treinta minutos, lapso en el cual el energúmeno se revolvía en el sillón, visiblemente aburrido. -Antes de irnos, deseo que le entregues algo a Amanda-expresó con su voz dulce, recuperada por fin desde los confines de sus mejores años. Mientras decía esto, le indicó al ropero la puerta de calle. Este se levantó para alivio del sofá, quien pareció dar un suspiro de alivio. Aproveché de hacerle arrumacos al bebé, un pequeño calvo que lucía una incipiente pelusa amarillenta en su pequeña cabecita. Su rostro no mostraba rasgos reconocibles, era el de todas las guaguas del mundo, rojizo, redondo y casi simpático. Aún así le mentí con descaro a Amanda -Es tu vivo retrato- y me acerqué a ella, sonriente, vivaz, rejuvenecido por su intempestiva presencia.
-Eres un embustero, perverso- contestó-, es igualito a su padre y Dios quiera que también herede su inteligencia. Me sentí humillado. Amanda adoraba a su orangután y le atribuía todos los dones habidos y por haber. Pero ese no era el punto. La germanizada Amanda -ahora suavizada por la maternidad, se escapaba definitivamente de mi alcance y comenzaba a gestarse el triste proceso de aburguesamiento, nuestro vínculo ahora sería consagrado por un trámite religioso, la inserción de advenedizos, el olvido total de aquellos días, en que soltera y sin ningún compromiso era un bien deseado. Esto era algo extraño. Ella nunca me dio motivos para creer que yo le gustaba, sus aparentes insinuaciones eran sólo la manifestación de su coquetería. Y yo -por mi parte- jamás le había sugerido nada, ya sea por cobardía -no hablemos de lealtad hacia mi mujer porque eso sería una vulgar mentira. Simplemente no me atrevía a romper ese delicado tejido que parecía envolvernos, cargado de suspiros ambiguos, insinuaciones demasiado tangenciales e ilusiones que colgaban como telarañas en ese tenue entramado. -Mañana nos vamos a Viña. Javier está de vacaciones y aprovecharemos la ocasión para tomar aire fresco que tanta falta le hace a este muñeco. Indicó al pequeño que cabeceaba de lo lindo en sus brazos. -Es una excelente idea- respondí, aunque ya no me encontraba allí. De un tiempo a esta parte, tenía la sensación que me descorporizaba y que me alejaba, en un vuelo sublime del cual despertaba abruptamente, sintiendo las penurias de mi aterido organismo, devuelto tan de repente al desolado mundo. -¿Qué es de tu vida?-me preguntó con ese tono tan encantador en ella y que para otro que no fuera yo, sonaría a despreocupación. -Nada nuevo, nada nuevo. Digamos que estoy en una etapa de reorientación. -Tú y tus eufemismos- rió. -No me vas a decir que estás practicando alguna de aquellas religiones orientales. No te veo en ese plan. Por dignidad no me atreví a contarle todas las penurias por las que estábamos pasando y las frecuentes discusiones con mi mujer, tratando de encontrar una solución a aquella desesperada situación. -¿Cuál es tu brújula?- preguntó con voz misteriosa. Ante mi cara de desconcierto, repitió -Tu brújula, hombre. Ese instrumento con el cual piensas reorientar tu vida. -¡Ah!-exclamé, -Mi brújula. Tú y tus términos. ¿Sabes Amanda? Mi brújula no existe. Sólo cuento con un horizonte, una puerta y mis ojos bien abiertos, porque en el fondo pienso que el destino es un gran remolino que sólo espero que no me trague y acabe conmigo.
-Confuso- suspiró. Bueno. Cada cual con su ración de problemas. Pero si en algo puedo ayudarte ... tú sabes, hay etapas en la vida en que es necesario estar muy atento. Confía en nuestro apoyo. Ese "nuestro" lo enfrío todo. El tono coloquial con que me hablaba, me pareció de pronto brutalmente falso. Odié que filtrara al tal Javier en lo nuestro.
-Gracias, Amanda. No espero menos de ti- rubriqué. En esos momentos hizo su ingreso Javier con un enorme bulto entre sus brazos. Con gesto de desagrado, lo abandonó en un rincón. Esto es para tu mujer- dijo la sensual. Es sólo un poco de ropa que me pidió para regalársela no sé a quien. A mi no me hace falta ya que renové todo mi ropero. Una engorda, eso lo sabes. Sonreí con desgano. No sólo eso —pensé. Al gorila lo atacó de improviso un repentino ataque de elocuencia y comenzó a hablar de sus aburridos asuntos, expresándose con un sonsonete tan monótono que me provocó una extraña somnolencia. Era curioso ver al engendro declamando y entremezclando entre sus dichos esa mueca absurda que era su sonrisa. Por fortuna, Amanda le recordó que tenían que arreglar las maletas para el viaje. Prometiéndonos encontrarnos dentro de poco, ella estampó un beso apresurado en mi mejilla mientras que el oso casi me trituraba los dedos, mirándome sardónicamente desde su inaccesible estatura. Cuando se retiraron, guardé el bulto en la pieza de trastos y proseguí con mis labores domésticas, sintiendo aún el roce de los labios de mi Amanda y abriendo y cerrando los dedos de mi mano derecha para que esta recuperara su movilidad. Más tarde le recitaba a mi mujer las novedades del día, costumbre que se había instaurado de un tiempo a esta parte. Ella escuchó inmutable, severa. Sin dirigirme una palabra, escribió algo en un papel y me lo extendió. Era la lista de compras para el día siguiente, rubricada por un número telefónico. -¿A quien debo llamar?- pregunté con inquietud. -A Ramón Undurraga-contestó con tono seco. -¿Y quién es ese señor? -La persona que pondrá distancia entre tú y yo. Sólo necesito que te pongas de acuerdo con él para la firma. -¿Qué firma?-volví a preguntar. —La firma que permitirá tu y yo que nos separemos de una buena vez. Me quedé de una pieza. Jamás imaginé que la crisis desembocaría en esto. Hasta ahora, la rutina de los gritos e insultos, decrecía de manera natural, ya sea por hastío, por no tener nada nuevo que decirnos en esa batalla encarnizada. Pero la cosa no pasaba de allí. Nuestros juramentos y maldiciones se parecían a esos remolinos que se producen cuando arrojamos una piedra al centro de una fuente de agua. Las ondas, intensas primero, se suavizaban poco a poco para extinguirse antes de alcanzar las orillas. Siempre había sido así, nada fuera de lo común, nuestras peleas se habían aburguesado hasta el extremo de permitirnos actuar por simple inercia. Pero aparte de ello, no existía una señal que evidenciara esto, que el ejercicio mutuo de arañarnos el alma, de destrozarnos por dentro, acabara por derrotar a la rutina. -Si tu lo deseas..-musité cabizbajo. -No lo deseo, ¡lo exijo! Ya es imposible que continuemos dañándonos, mis hijos no lo merecen en absoluto. Convengo que un matrimonio debe saber afrontar los inconvenientes en conjunto, pero todo termina por desgastarse.
-Hemos puesto de nuestra parte lo necesario para... No pude terminar mi frase -No seas cínico- me interrumpió con su voz algo temblorosa y en la que se adivinaba la fuerza de su determinación. -No deseo que nos arrastres al abismo al cual te diriges, no, no deseo ser pasto de rus insensateces. Lo más grave del asunto era que no lloraba. Ningún atisbo de arrepentimiento. Sabía, por esa señal, que su decisión era irrevocable, que todo comenzaba a acabarse en ese preciso instante. No hubo ninguna alusión a recuerdos gratos y yo tampoco intenté recurrir a este recurso porque tenía la certeza que sería inútil. -Necesitaremos dinero para efectuar los trámites- acoté. -De eso no te preocupes- contestó, -sólo tienes que firmar para que acabemos de una buena vez con esto. Me di tiempo para recorrer cada objeto de la casa con un desconsuelo tan hondo que incluso sentí pudor de este sentimiento. Mi vida se quebraba en dos mitades absolutas, lo que me esperaba era nuevo, me sentiría vacío por el simple hecho de no tener con quien discutir. En lo atrabiliario, debería comenzar a separar mis pocas pertenencias, buscar un alojamiento de urgencia y desde ese mismo momento, tratar de hacerme el desentendido cuando escuchase algunas melodías que se asociaran a algún recuerdo. -Supongo que lo has pensado bien- susurré con grave acento, recurso con el que invocaba a una hombría tan mal parada por los sucesos acontecidos. -¿Existe otro en tu vida?- pregunté, tratando de no parecer demasiado melodramático. -Por ahora no-contestó y me la imaginé luciendo un cartel que decía: vacante. -¿Y los niños lo saben ya? -No los menciones y te prevengo: no intentes utilizarlos para conseguir ventajas. En lo que respecta a ellos, mis hijos- y puso énfasis en el "mis" -estarán mucho mejor conmigo. -Es cosa resuelta entonces- comenté con ironía. -Por supuesto. -Entonces haré mis maletas-dije en voz muy baja, como si estuviese hablando conmigo mismo. -Cuanto antes mejor-recalcó, poniéndose de manos en cadera. -Evitemos las escena por respeto a los niños-dijo con voz sin matices.
Mi vida comenzaba a transitar por cauces desconocidos. Una cosa amarga se me incrustó dentro y me produjo un dolor que no tenía nada que ver con lo físico. Un algo que debía arrojar afuera a como diera lugar. Era un asunto tormentoso que me sacaba del tiempo y me transformaba en un ser repleto de llagas. La curación presentí que sólo sobrevendría con el tiempo y mientras tanto debía aliviarla dejando que las lágrimas -cual noble y preciado medicamento- arrastraran suavemente este martirio hacia los límites del olvido...
(Continúa)
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