Era muy pequeño para entender al mundo, pero bien que entendí esas palabras, tanto que pensé años después aún tintineaban por el cuarto en vez de arrullo: “No digas adiós, hijo, el que lo merece no lo quiere… en los demás no importa”. Con los ojos fijos al sol, de piel dorada, eras mi abuelo y luego los dioses. Jamás dudé de tu sabiduría y sellada con la picazón de un beso barbiluengo seguí feliz guardándome las palabras, guardándote en tu pedestal de frazadas y olor a viejito y tequila. No había hombre más fuerte y divertido; payaso y juez… y luego payaso en una afelpada carcajada.
Seguimos creciendo, me estiraba lo que te encogías, te arrugabas, y cuando una mañana te dijeron adiós al oído, viejo, te quedaste callado. Sonrió como sólo ella sabía, con la tierna complicidad de un lenguaje que viene de más allá que las palabras y se fue… Sólo te sentaste hasta la noche mirando al suelo de la mano de tu amada. Me paré junto a ti durante el entierro y mi henchido orgullo por tu áspera mano entre mis cabellos, me sujetó las lágrimas al alma no dejándolas escapar. Qué felices éramos, abuelo, de poder dejar ir sin reclamar trono. La vida no es de los que se quedan, me decías, sino de los que se van orgullosos de irte a presumir al cielo. Quería llevarme a tu abuela, y te llevaré a ti.
Por eso no hacía falta un adiós, ¿verdad, abuelo?
Pero entonces despertabas de noche acalorado, con los ojos desorbitados y sudando a mares. “Natalia… Natalia” susurrabas mientras yo cerraba los ojos más fuerte, como queriendo apagar los oídos. Te hiciste lento y esa descomunal fuerza de antaño se vertía luego como arroyos por mis ganados bríos. Crecí muy rápido para ti y sólo me soportabas unos minutos en el regazo. Volteabas la mirada y te ibas al jardín, a la hamaca, y dormitabas por horas.
Crecimos aparte. Las clases empezaban muy lejos y tuve que adelantar la cama. Me fui con mi tía Isabel y el Rogelio, como le decías, y sólo podía regresar un fin de semana al mes. Cada vez era lo mismo, tú, la hamaca y el viento que era el que más hablaba. Se te iluminaban los ojos al verme pero luego los perdías en la continuación de un sueño que no podías terminar. Sabía lo que pasaba y sólo pude decir que siempre supe que te fuiste soñando, mi viejo. Cuando una mañana de escuela llamaron y ya sabía lo que habría de ser.
Te enterramos con la abuela. Cajón en oro y plata; el color de los dioses que envejecen y se van a reclamar trono… y te fuiste, viejo. Te llevaste el dolor en los claveles y las violetas y estoico, te hice orgulloso al no derramar una lágrima en mi discurso final. Llevándome tus filosofías a la boca… jamás dije adiós.
Prefiero recordar nuestros momentos previos. Cuando llenabas de recuerdos el baúl que guardo bajo la cama. Cuando me despertabas para llevarme al salón, cuando paseábamos por las colonias haciéndome de nuevos nombres y padrinos; detalles que pagaban bien en días de fiesta, halloween o navidad. Todas esas pizcas de mundo roídas por mis porfiados intentos, cuando me cargabas al mundo y estando tan alto quise ser tú y hoy que me llaman señor, no te veo.
¿Qué me dirías ahora, viejo? ¿Qué estarás diciendo de mí en el cielo? A veces me da miedo volver a verte y oculto mi vergüenza en viejas costumbres. Cuando lleno un nuevo baúl junto al tuyo y creo mis nuevas filosofías; cuando voy de la mano de un niño y siento que eres tú que has vuelto y me miras de reojo… Cuando despierto por las noches acalorado, con los ojos fuera de órbita y sudando a mares; susurrando unas cuantas palabras. Pensando después en mil cosas que pudieran haber pasado…
Será que la abuela lo pidió aquel día y no supiste qué decir, será que te lo dije yo antes de tiempo; cuando se calló el viento mientras te escondías en tu hamaca y ahí te dije adiós… aunque sea con la mirada.
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