De urbanidades y almas perdidas
El hombre está en el baño, mirándose al espejo. Es de noche, los baldosines de la pared adquieren el color que les da la luna que entra por la diminuta claraboya sucia y llena de hongos de humedad inamovibles.
La humedad le ha ganado a las paredes, dejándolas de un color enfermizo y no identificable con totalidad, la tina sigue siendo blanca por dentro y parece cuidada, pero sus pies de acero están completamente deformados sin que se sepa exactamente qué forma han tomado.
El hombre se está mirando hace rato, y siente frío, o busca sentir algo similar al frío, su mano derecha ya está caliente, el metal que sostiene ya hace rato como una decisión tomada hace tiempo se ha acoplado tanto que parece una formalidad necesaria, una extensión natural, una cosa que posee de esas que lo terminan poseyendo.
El hombre se sigue mirando, escrutiñando arrugas que traen recuerdos que quiere perder, los ojos tienen ojeras de la falta de sueño y de la falta de
El metal se acera a la sien, se apoya en ella, la mano como parte del todo que compone se prepara para hacer un trabajo ya asignado hace tiempo. Toda duda que tuviera esa cara ya está perdida, porque ya estaba todo planeado, la última cita de la agenda. Y el índice descarga la muerte sobre el hombre, que sonríe como si lo sintiera. El rojo invade todas las paredes buscando sobrepasar el color de la luna y adquiriendo con éste un color oscuro y confundiendo y enrareciendo todo, moviendo el piso de la realidad.
El cuerpo adquiere una postura nada convencional, las piernas no siguen ninguna simetría, ya no más, y el cuerpo queda tirado, los ojos abiertos e igual de apagados que antes de la última cita.
Es un momento, una situación, en la que la realidad se enrarece y pierde una parte de sí, jamás extrañándola pero sintiendo su falta.
Siento un ruido, un ruido lejano que se acerca, se acerca molestando cada vez más, dejándolo todo a su camino corrupto, haciéndome perder sentido, apago el ruido y me doy cuenta de que era tan solo el despertador, ya son las siete…¿¡pero cómo es posible!? Yo estoy muerto...anoche me suicidé…recuerdo claramente...¿recuerdo claramente?...no puedo haberlo soñado.
En el baño, no veo ninguna mancha, no hay nada, no hay recuerdo alguno de anoche, solo la misma humedad y el mismo color imposible de catalogar de otra cosa que de enfermizo. El arma sigue dentro del cajón de la decrépita mesa de luz que tengo al lado de la cama. Al parecer dormí de traje, pero yo no me acuerdo de acostarme, no es posible que lo haya hecho…¿estoy vivo?.
El hombre, todavía sin comprender su situación, se levanta y se va hacia la cocina, donde se prepara su desayuno habitual y escucha mecánicamente las noticias, piensa en todo lo que tiene que hacer ese día, y prefiere no pensar en porqué lo hace. Después se levanta y se va a esperar al bus de las 7:50 para no perderse su ida al trabajo y llegar a tiempo.
En el viaje, buscando no pensar se pierde en una conversación ajena que se desarrolla detrás de él que ronda sobre algún tema genérico viendo puntos de vista genéricos expuestos por gente igual de genérica. No se acopla completamente a la realidad en la que está, y aunque es la de todos los días sabe que ya no debería estar ahí, que hace tiempo que no quiere estarlo y que su decisión ya estaba tomada.
Al llegar al trabajo, saluda a los que conoce de siempre y que nunca conocerá, y se va a su escritorio, donde recibe la orden del día, y toma su primer café para evitar caer.
Después lo que queda es escribir, transcribir, engrampar, coordinar, imprimir y escribir de vuelta, transcribir, engrampar, coordinar, imprimir y escribir de vuelta, transcribir, engrampar, coordinar, imprimir y
Hace su rutina, rellena un formulario, cumple con un horario, hablando con quien debe hablar, de lo que debe hablar y como debe hablarlo, vistiéndose como debe y sonriendo cuando el jefe se ríe. Reflexiona, si es necesario; y llora, si es necesario.
Es mano de obra calificada, tiene aptitudes que lo hacen vital, un eslabón de una intrincada cadena sin mandos visibles y sin partes responsables de nada.
Cumplidas las formalidades, se toma el tren, viendo a caras diferentes todos los días, tan diferentes cada día y tan iguales, actuando siempre con los límites ya impuestos hace tiempo, figuras de cartón iguales a él, buscando no resaltar ni sobrepasar la urbanidad que los rodea.
Antes de irse al fin, 150 canales de nada para contemplar y conectarse con lo que le venden todos los días.
Después solo queda entrar al baño, mirarse fijamente. Tomar el arma, abrazarla, apuntarse a un costado de la cara, tocar con la yema del índice el gatillo y disparar, esperando que mañana no tenga que levantarse, por más que ese final, sea tan solo un final.
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