Los estados de la materia, los hielos, los mares, las nubes discretas en el cielo.
Debo confesar que en el tedio de una clase de física, no pude resistir a la tentación de escribir un cuento con este título, pero lo único que sabía del relato hasta hace pocos minutos era que se llamaba la nube. Sin embargo, recordando historias ajenas (donde tal vez lo interesante está en que poco o nada tienen que ver conmigo) caí en la cuenta de que conocía una sobre un chico y una nube, al menos una especie de.
Daniel estaba muerto por ella, resucitaba para poder verla caminar a través del patio de recreo, y moría por segunda vez. Era un proceso al que yo ya estaba acostumbrado, pero del que no tenía tiempo de participar por pensar en la chica que me tenía loco, más por su forma de ser que por su ser en esencia, o no lo sé.
La nube, sin embargo, era ella (no la chica por la que me desvelaba yo, ella todavía no tiene más que el nombre que le pusieron sus padres) sino aquella por la que moría y revivía Daniel, una lombriz de tierra, que resurge de las partes que le queden.
-Sería más fácil con carteles- dije una vez.
-¿Carteles de qué?
-Carteles que digan quiénes somos, cómo somos, qué queremos, adónde vamos.
No dijo nada, yo tampoco, por un rato.
-Un cartel que diga el nombre de la persona por la morimos, pero callamos.
Cerré los ojos, como siempre hacía cuando quería encontrarme con lo que quería encontrarme. Los estados de la materia, los hielos, los mares, las nubes discretas en el cielo. Ella (la chica de la solíamos hablar siempre o casi siempre) era más o menos como una nube, la nube, las nubes escondidas detrás de mil formas, que lo son todo y no son nada, que algunas veces sólo están y otras calman tu sed, que alguna veces sólo no están y siguen no estando. |