Te guardo, inconcluso,
en lo más profundo de mi tierra,
cuidando que respires, sin morir,
sin adueñarme del hueco de tus manos,
sin aislarte de la siembra y su cosecha.
Te resguardo del hastío,
de la palabra hiriente,
de las sombras que siempre se avecinan,
de la tristeza y su cobijo gris,
de los fantasmas agónicos
amnésicos de vivencias.
Te guardo como lo haría un ángel,
tendido a tus pies.
Llegado el día,
arañaré mi tierra hasta
sudar su centro,
te encontraré algo desprolijo,
igual de contundente,
te amanecerán mis labios
ávidos de rosas blancas
y centrado en mi lecho
en latidos se irá la ausencia,
para que seguros de lo que somos
no nos pueda el olvido.
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