III
Los siguientes días fueron un verdadero martirio. Acuciado por mi esposa, acorralado por sus mil y una preguntas, intenté refugiarme en algunos lugares que me procuraban algo de paz. Necesitaba tener la cabeza fría, debía ser acaso indolente. Mi mujer estaba deshecha. Tuve que malgastar un día completo para intentar explicarle que yo no había cometido ningún crimen, que no era un proscrito y que si me había rasurado el bigote, ello se debía nada más que a un deseo muchas veces postergado y que al fin y al cabo no obedecía a ningún otro motivo. Pero nada la consolaba y entre lloros, maldiciones y amenazas se desmenuzaban nuestros atroces días. Pensé en cometer la peor de las locuras, me sentía irremediablemente perdido. Todas las puertas se cerraban, algunas discretamente y otras de sopetón. A veces se dibujaba una sonrisa esperanzadora pero la puerta se cerraba igual. Temía llegar a mi casa. Mi esposa optó por no hablarme y los chicos la imitaban. Cuchicheaban entre ellos pero conmigo eran una perfecta ostra. Esto es el fin, pensaba yo. Y me entretenía elucubrando algunas reflexiones seudo religiosas y algo menos filosóficas. Si estoy pensando en el suicidio -meditaba- y si Dios es mi creador, siendo yo hecho a su imagen y semejanza, entonces es más que probable que Dios también haya pensado en suicidarse alguna vez. Y si El ya lo pensó, mal podría juzgarme a mi, débil y miserable cri.
atura. Estos razonamientos tenían la virtud de consolarme, porque en el fondo lo que trataba de justificar era una decisión fatal. La idea me martillaba día y noche y me atormentaba porque sinceramente me repelía el hecho de auto despanzurrarme. Aunque eligiera el método más incruento, el resultado sería el mismo: un lívido cadáver en vías de descomponerse, una viuda inconsolable y dos pequeños huérfanos. Por otra parte, la indiferencia con que me trataban todos en mi hogar y las cuentas impagas que se incrementaban formando un atado nada de despreciable, gatillaban a su manera un desenlace trágico. -El Metro -pensaba- es rápido, limpio y a lo más sólo les provocaré un leve retraso a los pasajeros. Quizás mi muerte sirva para que algunos lo piensen dos veces antes de endeudarse en el primer banco que encuentren. Esos pensamientos me consolaban y yo me sentía un legítimo mártir. -No- me replicaba luego. -Es demasiado bullicioso. Mi suicidio se difundiría por la prensa, por la TV, mis hijos se sentirían acosados, mi mujer debería enfrentar exhaustivas entrevistas y en lo que se refiere a mi cadáver, yo sería un atado de carne sanguinolenta, una hamburguesa gigantesca destinada a permanecer durante varios días en la morgue. Aquello me provocaba escalofríos. ¡Veneno! Eso es. Es elegante, efectivo y poco doloroso, a lo más, unos cuantos retorcijones y luego...la eternidad
Y comenzaba a repasar la lista de elementos que pudiesen acabar lo más efectivamente con mi existencia. Cianuro. Claro, los nazis, cicuta, si, pero ¿donde la encuentro? Y concluí que lo que tenía más a mano era un poderoso raticida. Pero pronto descarté esta idea. -Muy poco digno. ¿Tomaría alguien en serio mi suicidio en estas condiciones? ¿Se me escribiría un epitafio decente? Imaginé algo de este talante:
Segismundo Hinostroza. Nació para vivir y murió por culpa del Ratotex La idea fue abandonada bajo estas circunstancias. ¿Un balazo? ¿Y donde consigo un revolver? ¿Y si no muero? ¿Y si quedo cuadriplégico? Esa perspectiva me aterraba. Recorría las calles sintiendo que el cielo me oprimía contra el pavimento. La gente parecía percibir esto pero sólo los ancianos me dirigían la palabra. Cierto día me encontré con uno que daba de comer a las palomas en la plaza. Me miró con esa desconfianza propia de los viejos y después me brindó una sonrisa desdentada, lo que lo hacía parecer un bebé demasiado arrugado. -Estas glotonas -me dijo- nunca se cansan de pedir alimento. Y aquella coja es la peor. Y me señaló a una paloma grisácea que renqueaba penosamente, pero que engullía las migas que le lanzaba el anciano con una gran voracidad. - Soy jubilado y tengo todo el tiempo del mundo para venir a alimentar a estas bribonas -continuó hablando el anciano, mientras me ofrecía su mano sarmentosa. -Rosendo Retamales para servirle- se presentó. Yo a mi turno le dije mi nombre y le expliqué que mis amigos me llamaban Caco. Sentí un poco de envidia de aquél hombre apacible que sólo tenía por ocupación el alimentar a esos seres de Dios. Pensé que se sentiría pagado por el solo hecho de sentir el arrullo monocorde de esas avecillas. -Soy viudo ¿sabe? Pero tengo cinco hijos y dieciocho nietos que concurren a visitarme todos los fines de semana, alegrando mi existencia. ¿Creería usted que acabo de cumplir setenta y seis años -preguntó muy seguro que yo le diría que no. -¡Que va! -pensé, -toda vejez es igual, sesenta, setenta u ochenta, son viejos todos, postergados, enfermos, olvidados, viejos, irremisiblemente viejos. Pensé en una respuesta rápida a la pregunta del anciano. ¿Que descuento le doy? ¿Diez? ¿Quince? ¿Veinte años tal vez? Transé finalmente una cantidad que pareció satisfacer al viejo. Sacó de entre sus raídas ropas un papel amarillento y me lo mostró rebosante de alegría. -Este es mi certificado de nacimiento. Se veía una lectura borrosa que lo mismo aparentaba decir 1920 o 1854. Era una verdadera reliquia. -¡Admirable! -exclamé,- usted si que ha descubierto el secreto de la eterna juventud. Sonrió jactancioso. -He sobrevivido a ocho operaciones. Me imaginé su gastada geografía corporal cruzada de cicatrices. -Sencillamente admirable -repetí. Luego me despedí cordialmente de aquél anciano, decidido en todo caso a desarrollar otras labores cuando cumpliera los setenta y tantos... si los llegaba a cumplir...
(Continúa)
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