I
Lo que me impactó profundamente fue un suceso acontecido cierto día, a poco de decidirme a reflotar mi vida. Disertaba a mi hijo menor sobre la magnificencia de la emoción humana y éste me miraba con expresión bovina.
-Y es en el cariño, hijo, donde se siembran esas pequeñas estrellitas que más tarde se cosechan y se denominan sentimientos.
Mi peroración adquiría tonos sacerdotales. El pequeño no se inmutaba. Insistí.
-Nadie es demasiado malo como para merecer la repulsa unánime. El perdón es divino, hijo.
Nada. Continué.
-Es probable que tú no me comprendas aún, pero te aclaro que el respeto del uno hacia el otro permite la verdadera convivencia El niño me quedó mirando fijamente y con voz débil pero audible, preguntó:
-¿Papá?
-Si hijo -respondí anhelante- por favor... dime.
-Papa -cambió el tono, tornándose éste más grave e imperativo -¿pagaste la letra de la financiera?
A los dos días me devanaba los sesos buscando una solución a mis problemas económicos. Si bien tenía un empleo, éste era mal remunerado. Con lo que ganaba apenas alcanzaba para cubrir los gastos de alimentación de quince días. El resto del mes vivía de préstamos que a menudo cubría a medias, debiendo cambiar continuamente de acreedores. Cada vez adquiría más deudas y el crecimiento de éstas era inversamente proporcional al número de amigos. La desolación me consumía. Mi esposa me esperaba todos los días con aires de jueza, tamborileando los dedos en el brazo del sofá. -¿Trajiste plata?- era el saludo oficial. Y luego comenzaba a recitar el inventario de cuentas impagas, con su voz imperiosa que le imprimía al asunto un carácter de ópera trágica. Sólo que yo, cansado, abrumado, cariacontecido, lo único que deseaba era abandonar ese escenario y haciendo mutis por el foro, me escabullía al baño. Evasión dirá usted, cobardía tal vez. Pero ocurre que el argumento aquél me tenía demasiado aburrido y como ya conocía el final de la trama, prefería reservarme para la siguiente jornada. En el baño optaba por mojarme la cara mientras oía los infaltables gritos in crescendo de la jueza que en ese momento personificaba mi mujer. Esto sucedía todos los santos días. Mis hijos me observaban e intercambiaban miradas reprobatorias. Nuestra vecina -si por algún motivo se topaba conmigo- me miraba con aire compungido, con lo que se acusaba sola por haber escuchado la discusión y me compadecía o bien entendía que yo sabía que ella sabía y se avergonzaba al suponer que yo la tildaría de fisgona. Ni una ni otra cosa. Mis penurias estaban por sobre esos pequeños menesteres. Quien tenga tantas deudas como yo las tenía en aquél momento y tan pocas expectativas de solventarlas en el corto plazo, sabrá lo que es caminar aplastado por una tonelada de demandas.
-¡Dios es el camino!- me gritó en la oreja un evangélico inoportuno. -¡Pero él no es mi aval!- le grité, concitando las risas de los transeúntes y dejando al cristiano perplejo. Todo me parecía gris, deslavado. La risa de la gente, la alegría aparente que se esparcía por todos los rincones, se me figuraba una burla, un ensañamiento propio del que sabe que hiere y lo hace a propósito. En el taller me refugiaba tras la máquina y aislado y deprimido, escuchaba las pullas y dichos de mis compañeros, tan burdamente despreocupados. Sólo Jacinto, mi colega de sección, me infundía esperanzas. Era un hombre bueno y simple como el agua, pero como ella, me saciaba con unas pocas palabras. Luego me hostigaba y sus sentencias me producían una sensación de ahogo. Pero no era fácil desembarazarme del problema "arreglando" algunos pedidos. Cierta vez descubrí a uno ejecutando una maniobra torcida y ante la perspectiva de una delación, me ofreció tomar parte de las "ganancias". Me negué rotundamente a implicarme en ese oscuro negocio y cuando él me dijo que lo hacía por necesidad, yo me respondí para mis adentros: -No. Es por dignidad, por mi dignidad. Y vaya uno a saber porque casi nunca despiden del trabajo al más ladrón sino al más perezoso. De golpe y porrazo, la calle fue mi destino y los asientos de las plazas mis escritorios en donde intentaba esbozar desesperados proyectos para cubrir las necesidades del hogar. El día de mi despido me dirigí a un bar y me tomé con ansias dos cervezas grandes. Después salí algo envalentonado, imaginando los ojos inquisitivos de mi mujer, esa pobre mujer que era la personificada voz de mi conciencia. Discurrí algo para salvar la situación. Esperaría su descarga emocional y luego le diría que había encontrado otra ocupación para el día siguiente. O no. Mejor sería que le entregara el dinero del desahucio y con ello aplacaría en parte su enojo. Pero no. Sería peor. El último sueldo, la última paga aviva los dolores por lo que se ha perdido. No, no le diría nada. Tal vez le insinuaría algo, unas cuantas palabras para ir preparando el terreno.
-¡Te despidieron!- gritó con voz desgarrada. -¡Lo sabía! ¡Lo sabía! Yo, sorprendido y aturdido por los efectos del alcohol, no atiné a responder. El terror me enfrió la transpiración. Siempre lo sospeché pero ahora tenía la certeza absoluta que cohabitaba con una bruja. ¿Cómo lo supo? ¿lo adivinó en mi mirada? ¿Cómo? ¿Cómo ; lo supo? Y el miedo me provocó un i espasmo estomacal e intenté ir al baño. -i ¡No! ¡No! ¡No te escaparás! Y se interpuso : entre la puerta y yo. -¡Dime irresponsable, fracasado ¿por qué te despidieron?- gritaba con su voz deformada por el dolor y la ira. -Me echaron y con eso basta- respondí ! desafiante. Sus alaridos se incrementaron. -¿Cómo lo supiste? -pregunté al cabo, aguijoneado por la duda. -¿Acaso pensabas ocultármelo?- chilló, como tratando de desalentar toda posibilidad de diálogo. -¡Pobres hijos míos!- gimió- ¡has destrozado su futuro! ! -¿Cómo lo supiste?- insistí.
-¿Que cómo lo supe? ¿Que cómo lo supe? ¡Ah! Si no fuera por otras personas, me condenaría por tu culpa ¡y yo sin saberlo! ¡Sin saberlo!- repitió teatralmente. ¡Jacinto!- pensé en voz alta y un súbito furor vino a reemplazar mis retorcijones de tripas- -¡Si! ¡Jacinto! ¡Ese amigo ejemplar que tienes y al que no sé por qué motivo nunca le hiciste caso y vaya Dios a saber una, que fue lo que hiciste o lo que no hiciste para que te despidieran y... No escuche más. El gran compañero, el amigo del alma, no intuía que con su actitud solidaria había puesto mi testa en la guillotina. Ya en la sala de baño, sumergí mi cabeza en el lavatorio y aguanté la respiración bajo el agua durante varios segundos.
-Consumado es...-pensé mientras comenzaba a experimentar las primeras manifestaciones de ahogo. Tras una larga expiración siguió un instante de relajación. Luego me coloqué la toalla sobre la cabeza para secarme el cabello. Me vi reflejado en el espejo con el rostro humedecido y enmarcado por el paño azul. Y fue entonces que cruzó por mi mente aquel pensamiento fugaz, aquel vómito de mi espíritu que acogí embriagado de lujuria, desesperación y deseo...
(Continuará)
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