Elías observaba como la noche se dilataba, desapareciendo el manto de estrellas que iluminaban aquella sórdida esquina de La Rambla barcelonesa. Sus manos ensangrentadas y los ojos impregnados por una gruesa capa de odio, recogían y miraban el nauseabundo cadáver, que poco antes luchaba por escapar de las garras del óbito. Un muerto que en tiempos ya arcanos había hecho de la vida de su verdugo, la más amarga de las existencias. Miguel no volvería a interponerse en el camino de Elías. No volvería a arrebatarle a la joven que él amaba, ya no; no ocurriría de nuevo lo que aconteció hace quince años.
El muerto zozobraba de sus brazos, los chorros de vida caían como una gran cascada a cada paso que daba. Ya estaba hecho. Tan sólo faltaba depositarlo en aquel lóbrego lago, a las afueras de la ciudad y todo habría concluido. No debía permitir que ninguna huella suya quedase sobre el cuerpo del difunto ya que esto podría dar aliento sobre quien había cometido el homicidio…Todo está hecho, lo tiraré en ese sucio lago y todo se habrá acabado…
… Los sudores le corrían por la frente. Elías, con los ojos envueltos en mil pavores, se despertaba de aquel ominoso letargo. Una aciaga pesadilla, la misma de todos los días, pero con distinta sangre en sus manos. La desesperación y un incesante sentimiento de culpabilidad por causa de sus sueños no le permitían realizar ni el trabajo ni la vida estándar que provoca la rutina, a diferencia de la gente que le rodeaba. Ese sentimiento de culpa se hacía dueño de su ser y la tristeza estrujaba su corazón y lo peor eran sus manos…manos manchadas por la sangre de otros en sus sueños, sí, en un simple sueño, pero manchadas de sangre, igualmente.
Ese día, al igual que el resto de ellos, transcurrió con absoluta normalidad en los quehaceres del día a día pero su alma sufría por la inexistencia de ésta. Tomó el desayuno y partió a la oficina, allí el trabajo a realizar era escaso y, como cada día, aquella hermosa secretaria le sonrió y le lanzó un guiño; comió con los compañeros y partió hacia la casa de su hermana que hacía poco tiempo había dado a luz… Todo sucedía en completa normalidad, pero el tiempo, al igual que lo hace la muerte, se acercaba más y más…
La vuelta a su morada se convertía en insoportable para su ánima; y su mente agonizaba de consternación…Pon la música del coche más alta, evade tu mente, ¡No pienses!... El coche avanzaba y ya poco faltaba para llegar. El sueño le volvería a subyugar y el caos daría inicio otra vez, como cada noche…
...¡Dios, no! ¡Otra vez no!... La luz del día traspasaba los recovecos de la persiana de su habitación y Elías volvía a sentirse ahogado de sudor. Una muerte más había sucedido aquella noche; una muerte ejecutada por sus manos… y sangre y odio en su mirar.
En esta ocasión, la víctima había tornado de sexo. Una jovencita que le abandonó cuando su relación con ella pasaba por el mejor momento, pero eso no importaba, no. Era la sangre y el desprecio hacia sí mismo lo que le estremecía. Unos hechos que traspasaban el mundo de los sueños para internarse en la realidad, poblándolo todo de obscuridad.
El día pasó con la rutina de siempre. Fue el trabajo y visitó a su nuevo sobrinito… y de nuevo, la vuelta al hogar. Un hogar que se convertía en su mente en un tenebroso castillo románico de grotescos muros que no le permitían en escapar… Agazapándose en su lecho…Huyendo del sueño…
…Elías sentía el rechinar de sus apretados dientes, el calor del puñal en sus manos y la vida en un suspiro. La penumbra se hacía dueño y señor de la habitación en la que se hallaba. No la conocía, pero aún así algo en sus entrañas le hacía pensar que aquel sitio en el que estaba, lo conoció en otro tiempo. De pronto, su mirada se dirigió a la cama que allí se encontraba: un pequeño niño de no más de diez años, yacía en ella; dormía y su penetrante suspiro hacía retumbar las paredes. Elías se acercó, sigiloso, sabiendo que el silencio era un gran aliado ya que de lo contrario su escapatoria podría llegar imposible de realizar. Su cuerpo y corazón sentíanse poseídas por un inexplicable odio hacia aquel pequeño, un odio que le cegaba completamente. Debía matarle; eso es lo único que sabía. Nada más importaba… Levantó el cuchillo y asestó la puñalada. Primero al cuello, eliminando así sus cuerdas vocales. Después aquel cuerpecito quedó atestado de hemorragias y las manos de su sayón de sangre…mientras las puñaladas no cesaban…
El niño yaciente sobre una colcha teñida de rojo, no se inmutó… Volvería a eliminar las huellas del crimen y… todo habría acabado.
La mañana se despertó bochornosa. El cuarto de Elías, extasiado por el pulcro orden que le caracterizaba, gritaba de palidez frente a su lecho…pues en éste reposaba él, calado de puñaladas. La sangre trotaba por las sábanas y sus manos… sus manos se manchaban de la sangre de su propia infancia.
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