La noche era un tenebroso bodegón dentro del cual titilaban algunas tímidas estrellas. Caminando entre tumbas y mausoleos, Strauss ni siquiera temblaba al sentir el gemido extraño de algún animalito perdido. Tampoco el rumor bronco de los altos cipreses le invocaba algún sentimiento de temor. Las cruces y mausoleos los intuía más que los veía en medio de la espesa oscuridad. Nada le atemorizaba y sólo le causaba cuidado el que el cementerio fuese tan inmenso.
Caminó durante más de una hora y de pronto, la penumbra le indicó que aún se divisaban a lo lejos las cúpulas de los mausoleos. Ya se encontraba al borde del desmayo cuando le pareció ver una larga columna de personas que caminaba con lentitud. Parecía una procesión, algo muy curioso a esas horas de la noche. Apresuró el paso hasta alcanzar al último de la larga fila. Cuando estuvo a su lado, comprobó que el hombre ni se inmutó ante su sorpresiva presencia. Incluso, a Strauss le pareció que el tipo sabía que aparecería.
-¿Hacia donde se dirigen ustedes?- preguntó el joven abogado. El individuo, sin siquiera mirarlo, dijo con voz queda: -Le conducimos a la salida. Si no lo hacemos, es posible que se pierda usted en este laberinto de cruces.
-¿Ustedes sabían que vendría? No lo entiendo, realmente no lo entiendo.
-Sólo lo sabíamos, no indague más usted, no es recomendable.
Recién entonces, un ligero escalofrío recorrió el cuerpo de Strauss. Había algo en esa procesión que le desacomodaba, ya que todos caminaban en completo silencio.
Después de mucho caminar, los hombres llegaron a una especie de portal. El grupo de extraños peregrinos, cincuenta personas por lo menos, se arremolinó en torno a Strauss. Una voz profunda comenzó a pronunciar una desconocida oración. El abogado intuyó que se encontraba en medio de una secta satánica, pero muy luego esta idea fue desechada cuando el líder le apuntó con su dedo largo y sarmentoso.
-He allí a nuestro hombre. Él ha elegido este camino de sombras, esta anchurosa vía y nosotros le concederemos su deseo.
Una luz mortecina alumbró el rostro de aquellos seres y al instante, un grito de terror asoló la noche, éste había escapado de la garganta de Strauss al percatarse que quienes le rodeaban eran seres cadavéricos, engendros sacados de la peor de las pesadillas y que comenzaban a cerrar el círculo en torno suyo. Un destello iluminó una fosa abierta. ¡La cruz de aquella tumba llevaba su nombre!
Fue entonces que Strauss se desembarazó de esa multitud de brazos que pugnaban por atraparlo y huyendo hacia cualquier lugar –ya que en la penumbra no tenía mayores referentes, corrió y corrió hasta que, desfallecido, se derrumbó en algún lugar y ya no supo más de nada.
Los rayos solares penetraron impertinentes en sus pupilas. Pegando un salto, Strauss se dio cuenta que estaba aún en pleno bosque pero reconoció a lo lejos una explanada en donde se encontraba la casa de sus padres. Presa de un impulso en el que se mezclaban el ansia y los deseos de abrazar a sus padres, corrió una vez más pero con el corazón latiendo de felicidad.
Lo que no tenía explicación para él fue la aterradora historia vivida aquella noche. Su padre le dijo que ya no existía ningún cementerio dentro del bosque y que el que alguna vez estuvo allí, ahora había sido trasladado a las laderas de un cerro lejano. La madre sonrió enigmáticamente luego que el muchacho entró a la casa y cerrando la puerta le dijo: -Ahora seremos felices. En la carcomida puerta de aquella casa se leía, en una placa de bronce de letras desvaídas: “Descansen en paz quienes yacen en este sagrado recinto”...
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