El cuarto y los dos péndulos de Ivonne Achával.
Un jueves en que el cielo lloraba en la desilusión de un amor ancestral y perdido por la tierra, conocí a Tristeza Achával. El verdadero nombre de la mujer era Ivonne, pero por razones que ella decía jamás explicar, se hacía llamar de aquella manera tan peculiar. Sus rasgos acentuados en el rostro imperfecto, corregían todo marco de duda estética. La belleza se escondía tras dos péndulos hipnotizadores que encerraban a sus visitantes en un cuarto ennegrecido, en donde todas las ventanas se cubrían de una noche ajena y sin dueño.
Me rozó el rostro con su cabello de púas que lastimó la tibieza de mi ojo. Volví la cabeza y entonces sí, no hubo obstáculos. No hubo límites ni frenos para que mi mente se sintiera aturdidamente atraída por sus péndulos brillantes de miel. Y entonces, las esferas suspendidas comenzaron con su lento deslizar de lado a lado. Y el mundo se detuvo. La gente ya no caminó. El viento sostuvo sus enormes soplidos; el sol se apagó un instante y no hubo luz; los pájaros se despidieron de sus tímidos tañidos agudos; y los corazones dejaron de latir. Y dejaron de latir justo en el momento en que el péndulo comenzó a balancearse. Un frío azul corrió de mi boca al exterior. Y justo cuando mi frío se exteriorizó, el mundo volvió a cobrar vida. El aire comenzó a merodear otra vez.
-¿Lo lastimé? – preguntó. Su voz no sonó más impresionante que la de cualquier otra mujer. Y eso la hacía tan especial… Su belleza pura era interna.
En mi boca desaparecieron todos los intentos de agregar un comentario.
-Soy Tristeza Achával – dijo prestando su mano a mi contacto. Simulé posar los labios en la parte superior. Su piel era suave, seda rosada impregnada en su cuerpo.
Mi mente se perdió en sus ojos el tiempo en que dialogamos. Se encerró en un cuarto apagado oyendo los ecos de una invitación formal. Y como guiado por un dios propio, pasé los siguientes días respirando de su aliento y bebiendo de su sangre. Y es increíble, pero la sensación de encierro no se despojó de mí siquiera un instante.
Y aún más increíble fue lo que los ecos me susurraron al oído la noche en que una luz quiso asomar por una de las ventanas. Tristeza quería que le cortara la cabeza a mi amigo de siempre. Y su explicación era razonable. Y las luces se extinguieron. Yo debería salvar a mi amigo de una maldad que le perseguía.
¿Un demonio?
¿Un embrujo?
No importaba. Porque él había heredado mucho y la maldad le perseguía. Su confianza en mí era la carnada para evitar que sucediese. A fin de cuentas, yo lo salvaba. Y si entregaba su cabeza a Tristeza, ella sabría que hacer. Me pidió que le confiara. Y no me di cuenta de que con esa confianza también mataba a mi amigo. Pero sus ojos me hablaban. Su boca me convencía, y su corazón me desafiaba.
Hoy por la mañana desperté sobre sus pechos desnudos, decidido a salvar a mi amigo. Tristeza Achával me dijo que él estaría en la catedral unos minutos antes de las diez. Tomé un cuchillo, la besé y me largué en silencio.
La luz pegaba a distancia, tenía que sortear su suerte saltando al hechizo humeante de nubes enfurecidas que amenazaban tormenta. Pero el cielo resistía.
Estuve en la catedral faltando algo así como cuarto para las diez. Me senté en la escalinata central y, cuchillo en mano, esperé tan sólo cinco minutos la llegada de mi amigo de siempre.
Él se acercaba llorando y en la mirada sostenía una culpa delatora. Se acercaba a mí, con miedo, y me envolvió en sus brazos. Nos dimos un abrazo fuerte, profundo. Me susurró algo al oído, pero no alcancé a oírlo. Estaba encerrado. Y una lágrima que me aturdía cayó al suelo. Inmediatamente, alcé mi cuchillo y estiré con fuerza hacia su cabeza.
Hubo un silencio. Y no hubo más.
No pude ver cómo fluyó la sangre.
Ivonne Achával entró en un cuarto oscuro.
Cuando abrió sus ojos, una luz brillante y sobrenatural cubrió el lugar. Alzó las dos cabezas que cargaba – una en cada mano – y las acomodó en la estantería, junto a otras miles. Y cuando salió del lugar, sólo quedó oscuridad. Y tal vez el eco de algún suspiro.
El demonio seguía matando con la debilidad de los hombres. El mundo se desmoronaba. Y la muerte seguía vistiéndose de amor.
|