Noche del 11 de diciembre de 2003-
A propósito de lo que ha sucedido hoy a la tarde, en la esquina de Arramendi y Celedonio Molveria, pueden decirse dos cosas: la primera es que no sé si hubo algún testigo, además del que redacta estas líneas.La otra, tiene que ver con la posibilidad de que alguien haya visto lo que hice, y , en ese caso, estaré perdido. Me afirmo en la idea de que nadie pudo haber visto el hecho, porque, en ese preciso instante, la intersección de ambas calles y sus respectivas longitudes se encontraban desiertas, y el silencio y vacío de esos segundos fue tan nítido, que yo también me creí ausente . Confío que ningún humano, desde el interior de esos edificios que rodean la cuadra, pudo haber observado la escena, porque en un tranquilo relevamiento visual, me forjé la certeza de que todas las persianas estaban cerradas, y que ni un finísimo rayo de sol atravesaba sus hendiduras.
Ocupaba una de las mil cuatrocientas baldosas que se extienden desde la esquina de Arramendi y Molveria, hasta ese cuasi ombú que marca el límite entre dos edificios que no viene al caso recordar que contienen. Yo estoy seguro que nadie estaba mirando, y de ahí que me atreviera a tal desparpajo. Puedo conjeturar, tomando como referencia la persiana de un negocio que baja todas las tardes a las siete en punto ,y la primera persona que dobló en la esquina luego de tanto silencio, un minuto de vida, mas o menos, de ese breve páramo(Jamás llevo reloj, porque conspira contra un uso pacífico y despreocupado del tiempo que a mi me sirve para alargarme la vida).
Allí, cargado de sensaciones ambivalentes, como alegría-tristeza; voluntad-abulia;seguridad-irresolución-, concreté un proyecto macerado durante algunos años en mi aceitada y perversa imaginación. Me costó vencer la resistencia de ese tejido moral que arrastro como mi cruz, gracias a todas aquellas instituciones torturadoras que debí atravesar en la infancia y en mi adolescencia, pero lo conseguí. Como la tromba impetuosa que toma desprevenido al naúfrago, como el viento que corta de cuajo la base de un árbol robusto, me bajé la bragueta del pantalón, y lo saqué por completo a la luz del día. Es común en mi caso que oponga alguna resistencia a salir de la cueva, y de ahí que halla tenido que forcejear unos segundos hasta poder asirlo e inmovilizarlo. Ya a la intemperie, no le quedó otra que someterse a mis dominios, y, amarrado como estaba, envuelto quien sabe en que cavilaciones, dejó evacuar una primera descarga, y luego una segunda, hasta vaciar todo el frasco.
Quien haya vivido una libertad tan deliciosa y magnánima como la que yo experimenté hoy a la tarde, debe recordarla tanto como lo hago con la mía en este momento. No es fácil olvidar el placer de una libertad tan desmesurada como la que aquí describo. Recuerdo que en el instante de la liberación, me imaginé una estatua de la libertad bien autóctona, como nosotros la quisiéramos, y no con esa llamita refulgente que sólo sirve para encender los puros de unos reventados cerdotes capitalistas |