Su papá había llegado nuevamente borracho a la casa. Estaba sentado en una silla del comedor con la cabeza apoyada sobre la mesa. Mateo veía a su papá y se preguntaba si podía ser hijo de ese hombre. Su padre, cada vez que disponía de tiempo libre, se iba a meter como siempre a la cantina de Don Rodrigo. Ya no se aseaba y tenía un aliento asqueroso, su pelo desaliñado y su cara de estúpido por haber ingerido mucho alcohol. Cuando se dirigía a él lo hacía con un aletargamiento y pronunciando las palabras como si también se fueran cayendo de borracho hasta llegar al oído de Mateo, que yacía parado al otro extremo de la mesa. Se preguntaba si podía ser hijo de ese borracho. Simplemente no le gustaba verlo así. Odiaba a los borrachos. El no quería ser así, ni en sueño. Se fijaba lo que hacía su padre y esperaba no cometer las mismas estupideces, porque hay que ver las estupideces que cometen otros para no cometerlas uno, porque de las cosas buenas y malas, siempre hay que quedarse con las buenas.
Cada vez que tomaba tenía que hacer una pendejada: cuando no cortaba la luz, tumbaba una puerta, quebraba algunos vasos o para colmo se cagaba afuera del baño. Su comportamiento había caído a lo más denigrante, ya no era un hombre, era un animal, porque un animal no piensa, siempre hace lo mismo por instinto y su padre no era diferente. Con el alcohol ingerido, muchas neuronas habían muerto y uno no sabe que cantidad de neuronas tiene un animal, pero lo más probable es que se acercaba a la cantidad que tenían ellos. Perdía la noción de tiempo y espacio por una simple botella de aguardiente llamada charanda que vale diez pesos. Perdía toda capacidad de raciocinio. Si comenzaba una tarde tomando, continuaba al día siguiente y al otro día, y al otro día...
Su padre no se definía como borracho, no, el era “tomador”, como diría en sus propias palabras, se creía con las facultades de dar una nueva acepción al término borracho propuesto por la Real Academia Española, debió haber formado parte de ella, por su tremenda lucidez para definir términos. Un borracho era, para él, una persona que se anda cayendo por efecto del alcohol, que se tira por las calles y ya no trabaja, esa era su definición de borracho, pero él, él no era borracho, era –con orgullo- “tomador”, todavía su comportamiento no adquiría tal sustantivo, que era despectivo para él, era lo más bajo, lo más denigrante. “Yo trabajo”, decía, “yo no ando cayéndome de borracho y siempre traigo dinero en la bolsa, ¡cuanto quieres mijo!, borracho pero compracho, no regalacho”, “a ver dime, cuantas veces les ha faltado de comer, a ver díganme, ¿nunca verdad?” Su padre quería evadirse pensando que con trabajar compensaba su vicio, pero no se estaba discutiendo su pereza o disposición al trabajo, sino su adicción. El hecho de que trabajara no le quitaba lo borracho y la cruda del siguiente día.
Él preferiría estar muerto antes que hacer el ridículo, por eso cuando tomaba pronto se iba a dormir. Tanto la cerveza como el vino tenían un efecto de sedante en el. En realidad no le gustaba ni una ni otra cosa, sólo lo tomaba para sentirse mareado, sentir el cuerpo más liviano, con el poder de desvanecerse en el aire escuchando el canto de sirenas y hadas y extasiar su cuerpo de tranquilidad. La cerveza le sabía a orines y el vino pasaba sólo un gesto desagradable. Pensaba que sería mejor inventar algo que tuviera el mismo efecto, pero sin ese sabor desagradable, algo fácil de ingerir y sin hacer la menor gesticulación. No quería saber de egos presumiendo la calidad de los vinos, prefería ocupar su olfato y su gusto para cosas más agradables, como los atoles que hacía su madre, los tamales, los frijoles con ajonjolí, sí, cosas como esas, no bazofias ni mucho menos bebistrajos.
Uno debe tener siempre el control de las cosas, pues al cabo cosas son y no dejar que suceda lo contrario, si no estamos fritos. ¿Se necesita más que un cerebro para controlar las cosas? –se pregunta-, él cree que no. Se requiere un grado de conciencia superior, superior a esa predominante en medio mundo.
Su padre permanece todavía en la mesa, se dirige a él con lisonjas, eso le repugna a él. Borracho habla hasta por los codos pero en sus cinco sentidos es un inútil cobarde que apenas si puede dirigirte la palabra. Se le ha vetado la posibilidad de transmitir sentimientos diferentes a la miseria humana. ¿Cómo pudo haber enamorado a su madre? –piensa.
Con esta botella de 500 mililitros es capaz un hombre de perder la conciencia y reducirse a la condición de un animal.
Habla y habla sin parar, no come por seguir hablando y sus tortillas se le enfrían.
Se queja porque no posee el cariño de su hijos. Un hombre a quien no han hecho para aprender a querer, sino para estar sometido al trabajo. Nunca ha sido capaz de dar un beso o un abrazo con sinceridad, siempre ha tenido que recurrir a su careta para demostrar lo que en su juicio no puede. Carece completamente de corazón, aunque es capaz de sentir tristeza. ¿Cómo hurgar en su corazón para que nos revele sus más profundos sentimientos? Es un armatoste, tosco, agreste como suena ese sustantivo. Parece imposible que un ejemplar de macho como él pueda amar. Pero hasta el tipo con “más huevos” y que se jacte de macho puede alojar algo de amor en su corazón. El es su padre, lo observa recargado en la puerta que da al patio. Mateo sólo espera que desaparezca de ese estado como en un sueño, en un abrir y cerrar de ojos, pero luego se da cuenta que no puede hacer milagros, que es su padre por sobre todas las cosas. |