Julia había robado su vida dentro de la bodega de la casa, sólo los ojos implorando piedad se divisaban en el cuarto como dos escarabajos temerosos. Él nunca la entendió, le había pedido amor, diálogo, cariño y su rostro se ufanaba de los labios reprochando afecto, de las manos yendo y viniendo de su cuerpo enmudecido; ahora ya era tarde, su silueta arrodillada en la negrura del sótano, las ratas conviviendo con su ego, el sabor del miedo rondando las mejillas transpiradas, el llanto, la fatiga insomne, todo lo que había desatado en la convivencia ahora le rozaba su propia vida, su cuerpo padecía la tortura una y otra vez mientras Julia le daba de comer a la boca:
- Una cucharadita para mi amor, a ver - murmuraba a la vez que su mano construía curvas en el aire -
- Por favor Julia, hablemos – pedía él aturdido –
- Eso hacemos vida, hablamos, comemos juntos, nos deseamos...
- Julia, te lo suplico, tengo las muñecas y las rodillas lastimadas, por favor – replicaba Jorge con pequeños movimientos de sus piernas atadas –
- Ay amor, así no van las cosas, paso a paso vida cómo siempre me dijiste, sólo pasaron tres días nada más de tu estadía aquí.
- Julia estás loca, no aguanto más este juego – insistía con su mirada perdida en la oscuridad –
- Nada de nada entonces, me voy – dijo encolerizada -
El portazo estalló frente a su rostro semidesnudo con la ropa arrancada de a pedazos. Su boca sedienta murmuraba frases que retumbaban en la concavidad del cuarto de rodillas a la nada o sentado sobre la humedad del piso de cemento. Sólo tenía claros los horarios de comida, a las doce del mediodía y a las nueve de la noche, cuando Julia descendía por las escaleras con su bandeja trasparente, todo lo demás rozaba la incertidumbre. Se preguntaba sus culpas, los pecados, hasta había comenzado a rezar para su libertad, aunque nada daba atisbos de ella. Los días se le hacían eternos atrapado en el infierno de su propia casa; su esposa harta de una convivencia desastrosa, malos tratos e infidelidades, había llamado al trabajo diciendo que se irían de vacaciones por un mes, el tiempo que le restaría dentro de su nueva morada. Y los días se acumulaban en el pesar de Jorge disgregado en lágrimas y gritos, mezclado con su propio orín junto al excremento, sudoroso al oír los pasos de su esposa frente a la puerta, su mano tambaleando en el picaporte incitaban a los jugos gástricos a acrecentar su micción para perderse en pequeños goteos sobre su cuerpo. Después las burlas de ella sobre su figura achatada junto al suelo y el desenfado de su risa irónica:
- ¡Amor, otra vez te hiciste pis encima!, mañana te voy a comprar pañales para adultos, ¿Te gusta?
- Julia, juré que cambiaría, ¿Qué más querés de mí? – cuestionaba Jorge al borde del desmayo –
- Nada amor, ya no quiero nada, con esta vida me conformo.
Luego la puerta tras el golpe, el miedo, la angustia atravesando la bodega, el llanto, la atrocidad de la impotencia. Y la ferocidad de los días movilizando su interior, los recuerdos vanos, el desfallecimiento, las contracciones, los domingos de pesca, el cielo azul, la claridad, el vómito, su trabajo. La noche trajo consigo la cena de las manos de su esposa con su mirada perdida en el afuera: - Papas al horno con carne, ¿hoy no te podrás quejar eh? – le preguntó sin una mueca de arrepentimiento –
- Gracias – respondió su esposo echado sobre sus propios líquidos –
- De nada mi amor, hoy es nuestro aniversario, 20 años juntos, ¿ lo festejamos?
Jorge había quedado absorto con su mandíbula apoyada sobre el piso, las piernas enclaustradas con las sogas y los brazos atrapados en la espalda: - Julia ¿de qué manera podríamos festejar en mi estado? – le respondió atónito –
- Ay que falta de imaginación – aseveró, mientras metía la mano dentro de sus pantalones –
- ¿Extrañabas esto, verdad? – le preguntó pestañeando vagamente –
- Sí, claro que lo extraño, pero de mi amante, no de ti – le gritó inmerso de odio –
Ella quitó la mano bruscamente de sus genitales mientras exclamaba: - ¡Nunca saldrás de esta pocilga, te lo juro!-
El sótano había quedado tieso en una nube dolor que invadía la vida de su único habitante. Pidió morir antes de continuar así sus días, justo cuando su mujer regresaba a retirar los restos de la cena: - ¿No comiste nada vida?, así no resistirás – con sus labios chillones de pintura que enmarcaban cada una de sus frases –
- Nada, no quiero seguir viviendo así Julia, prefiero la muerte.
Ella lo tomó de su cabello engrasado acariciándole la frente: - Lo peor es que te sigo amando Jorge, con todos tus defectos.
Él la miró dentro de sus ojos perfumados en el recuerdo de una piel que lo recorría todo, con su boca jadeando entre los pliegues y la lengua apasionada danzando al borde de su sexo, mientras le respondía:
- Yo también Julia, yo también te amo.
Ana Cecilia.
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