Marcos, elucubró: todos quieren erigirse en jueces de las mujeres infieles para disponerlas a morir lapidadas. Para despellejarlas como a serpientes exóticas. Realmente, lo que las infieles han hecho es obedecer a un escondido deseo de sus propios maridos, excitados en su rol de engañados. Es el atávico juego del timador y el timado.
Hugo, próspero, alegre y exuberante, bailó con Victoria, su bella esposa, madre de dos niños hiperkinéticos. La fiesta es en la casa de ellos, precisamente, celebrando los cinco años del mayor de los niños. Los que bailan en ese momento, chocan entre si, se desatan en bromas y risas e intercambian sus parejas.
Hay varios adolescentes, hembras y varones, amigos de las hermanas menores de Hugo, que todavía cursan el bachillerato. Vivían el primer lustro de los 60: la voz de Paul Anka clamaba por Diana y el poder de Elvis Presley contorsionaba hasta los pelos de los impúberes.
Marcos, 17 años, estudiante inconsecuente pero bromista y fiestero, dotado de dos infalibles cebos para atraer a las mujeres: buen humor y nalgas abultadas, exudaba. Antes de los 20, menos mal, el dinero no es tan importante.
¿Cuál es el pacto de Hugo con Victoria? Se pregunta Marcos. En aquella fiesta, en tres oportunidades, Hugo conminó a Marcos a bailar con Victoria y las tres veces, él accedió gustoso. Después siguió bailándola, sin necesidad de que el marido de ésta se lo recordara. Pero para entonces, sus cuerpos se reconocían en el sigilo del temblor invisible de la carne. Algunas veces, perceptibles en un instantáneo saboreo de Victoria a sus propios labios y en la mengua del carácter exterior de Marcos porque todos sus arrebatos se amontonaban desde la pelvis hacia abajo.
Ella, madura, jugosa y experta, condujo al muchacho a través de un mundo paralelo a la otra realidad. Este también era real, pero sin tareas desagradables. Sin las odiosas obligaciones de las formalidades cotidianas. Siempre, durante el día, se encontraban desnudos, impregnados sus genitales con mermeladas de fresa con piña, mientras el resto del mundo cumplía con sus horarios de rutina. Al final de la tarde, Hugo regresaba de sus oscuros negocios, trayendo de regreso a los niños desde aquella sombría guardería, mermeladas del supermercado y dinero en efectivo.
La gente piadosa y sencilla, sin poder explicarlo, instintivamente, se persignaban cuando pasaban cerca de esta casa o musitaban oraciones rápidas si chocaban sus vistas con los habitantes de El Umbral, como era llamada, también, la morada de esta pareja y sus hijos.
Acababa Marcos de abandonar El Umbral y había desandado algo del camino de regreso a su propia casa, cuando, inesperadamente, sus ojos se toparon con aquel cuadro. Se sorprendió porque en esa pared, en ese mismo lugar, estaba el graffiti que él mismo había hecho la noche del baile aquel, cuando ella se le reveló: ¨mí pasión es la Victoria¨. Lo había escrito en medio de una borrachera colectiva. Los trazos firmes con pintura negra, excepto la V que era de un rojo escarlata. Ahora su espacio, en esta pared abandonada, lo ocupaba ese otro adefesio.
Ese no es un graffiti. Es, más bien, un aviso publicitario, porque además, el mensaje está reforzado con una imagen. Un muerto. Es el dibujo en tercera dimensión de un hombre que yace muerto. El muerto tiene sus pies calzados con zapatos enormes, cuyas suelas, exageradas, captan la atención sobre el hombre tirado de espalda, cara al cielo, donde no se distingue su rostro porque este se hace irreconocible, allá donde es profundo el dibujo. Y sobre este muerto, como una maldición, la advertencia bien escrita, como de imprenta: NO CRUCES EL UMBRAL SIN CONOCER A CRISTO.
Marcos, impactado por aquello, permaneció varios minutos de pie, como frente a un pizarrón, aprendiendo una lejana y misteriosa lección. Si; voces arcanas invadieron su alma, acompañadas de precursoras advertencias que abrieron dolorosos surcos en su conciencia. Estaba aterrado. Debía verse con ella y hablarle ahora mismo. Era un mandato impostergable. Impostergable, repetía su cerebro.
Dio media vuelta, y a un paso que lo asfixiaba, casi corriendo, dirigióse nuevamente a casa de Victoria. Ahora, a la puerta, sin que le diera tiempo a llamar, se abrió sola, por una tenebrosa fuerza autonómica y en el centro de esa sala, incandescente, Hugo lo esperaba para conducirlo a la sala contigua donde se encontraba Victoria.
Bella, imponente y desnuda, de pie, al lado de aquel enorme trono dorado que él no recordaba haber visto antes, y sobre la hermosa cabeza de ella, retozando, dos lustrosas serpientes de miradas inteligentes, le dieron la bienvenida. Horrorizado, Marcos, con sus ojos desbordados, buscó a Hugo, pero la cara de este era una masa informe y repugnante y sus pies, ahora descalzos, eran grotescamente enormes.
Por encima de su propio terror y frente a su propia muerte, Marcos pudo oír, por última vez, la voz victoriosa de Victoria: No temas: cruzaremos abrazados el umbral.
José Lagardera
Santa Ana de Coro.
|