Viernes por la noche
Cuando Santiago volvió a toser, fue solo para darse cuenta de que estaba tendido en el suelo.
Antes de sentarse a comer; unas horas antes en la oficina, había llamado a su casa avisando que le dejen la cena en el microondas porque no iba a poder llegar antes de las diez, y no quería que Naroa, su esposa, llegue tarde a la casa de su hermana. Había estado dibujado y supervisando los planos del nuevo hotel que le habían encargado, no quería que nada saliera mal, iba de un lado a otro, preocupado cuando alguien no estaba haciendo algo; era tan perfeccionista que eso le había dado una gran reputación en el Colegio de Arquitectos ya que todos los meses publicaban algún articulo que hacía referencia a su obras. Era tal su compromiso con los trabajos que había dejado de almorzar fuera y pedía que le trajeran el almuerzo a la oficina.
Su esposa, Naroa, esa tenía noche una cena con su hermana y su cuñado Martín, y estaba preparada desde las nueve. Dejó servida la cena, que consistía de pollo sancochado con unos cuantos brocolis. Había empezado a prepararle una dieta a Santiago que le habían dado en el gimnasio dos meses atrás, después de que fueron a la playa y los esposos de sus amigas mostraban un abdomen tan duro como un vidrio. Ella a sus treinta y nueve años se sentía regia, y trataba de no faltar al spinning y cuanta cosa nueva se podría hacer en el gimnasio que era como su segundo hogar. Pasaba toda la mañana ejercitándose, metida en el sauna, revoloteando con una toalla fuera de la sala de masajes y siempre conversando con sus amigas, que para suerte de ella habían pasado los cuarenta bastante tiempo atrás. Al comienzo, su esposo le había comprado un mini-gimnasio para que no tenga que salir de casa, pero no pasó un mes para que el aparato sirva de adorno en la cochera, alejado de todas las cosas por si en algún momento quisiera volver a salir.
Dos veces Santiago hijo hizo el intento de revivirlo, removió todos los cimientos donde estaba escondido y casi atrapado, pero se dio cuenta que se ejercitaba más tratando de sacarlo que ejercitándose en él. Había cumplido diecisiete años y dos con su enamorada y le gustaba surfear. Sabía que tenía la espalda ancha y unos brazos que casi llegaban a ser tan gruesos como los de su papá, pero tenía las piernas tan flacas que le daba vergüenza andar en short por la playa. Su enamorada nunca se quejó, estaba feliz porque él era su primer enamorado y su primera vez también, y había sido criada pensando que el primer hombre era el adecuado. Por eso no se quejaba cuando él le decía para ir a tomar unas cervezas a Miraflores o cuando iba a más de cien en la vía expresa un poco mareadito. Ese viernes justamente habían planeado ir primero a ver una película romántica, que pese a que él odiaba ese género había dado su brazo a torcer con la condición de que después irían a cualquier sitio desolado para hacer lo que ya sabían qué. Exactamente mientras el personaje principal de esa película se estaba dando el beso más apasionado que uno hubiera imaginado, él comenzó a hipar. Fue tan vergonzoso que tuvo que salir de sala ir al baño mojarse la cara y hacer tres intentos de eructar.
Santiago, que estaba tendido en el suelo dándose fuertisímos golpes en el pecho, fue el que le había dicho que la mejor forma de acabar con el hipo era eructando. Mientras hacia caer sillas y lámparas, en su desesperación por sacarse el pedazo de pollo, con el que segundos antes se había atorado al burlarse cuando escuchó la noticia de un hombre que había sido aplastado por un árbol; solo pudo pensar en dos cosas: había dejado el caño de la ducha abierto y que no podría ir a recoger a su hija de su primer quinceañero.
Leire no sabía en ese momento que su papá estaba atorándose en medio de su sala, no sólo porque estaba molesta con él por haber incumplido otra de sus famosas promesas, sino porque a sus trece años estaba bailando y dándose su primer beso con un chico llamado David del cual había estado enamorada desde que tenía memoria. Unas horas antes, a las seis de la tarde, estaba ya maquillada y peinada y realmente emocionada porque sería la primera vez que la verían en vestido y podría quedarse hasta las mil de la noche. Le pidió un consejo a la enamorada de Santiago hijo y ésta le dijo, que si quería besar al tal David, tendría que bailar con él por lo menos tres veces y que ni loca usara el vestido rosado que su mamá le había sugerido, sino el negro de tiras, con el que ahora se estaba muriendo de frío, antes de sentir un fuerte dolor en la lengua y comenzara a hipar. Si en ese momento hubiera sabido que la causa de su hipo, era la asfixia con la que se estaba muriendo su papá, tal vez lo habría odiado un poco más.
A las once y veinticuatro, hora exacta, cuando Santiago estaba frente al reloj de madera que le había regalado su madre el día de su boda, tuvo la certeza de que iba a morir en ese momento. Habían sido alrededor treinta segundos de lucha, sufrimiento y desesperación los que habían pasado desde que le dio ese último mordisco a la pierna de pollo sancochado, y se arrepintió de su manía por chupar los huesos que había adquirido a los cinco años, cuando vio que su abuelo partía el hueso en dos y sacaba un jugo entre morado y rojo que lo chupaba o sacaba con un tenedor para llevárselo a la boca y decir satisfecho, que esa era la mejor parte que podía tener un pollo. Antes de morir, trató de escribir un mensaje en un papel pero en realidad no tenía nada que decir, solo que en el segundo piso del hotel, las ventanas serían rectangulares y no circulares como le habían propuesto y que amaba a su familia y que nunca le había gustado el pollo sancochado. En sus últimos cinco segundos de vida, pensó que algo milagroso lo salvaría y que nada estaba pasando, pero al ver que nada ocurría pensó:
"Hubiera preferido que sea con un brocoli".
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