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Trabajar de noche no hizo más que confirmar mi afición desmedida por evadir el sueño. Además, claro está, de permitirme escribir como un loco y fumar como un loco y aligerar mi cuerpo a la hora de no tener para comer, y confiar en que la dieta de eremita a la cual me tenía condenado mi precaria situación económica, me ayudara a ser tan transparente de cuerpo y alma como jamás hubiese llegado a serlo en condiciones normales. Aunque creo que la normalidad para mí en esa época, (y por que no decirlo, en esta también, cuando ya cuento más de cuarenta en mi cédula y en mis arrugas) era un algo tan vago como la verdad o como el amor, que para esas alturas, cifraba límites con el silencio, hasta convertirse en un tema con el que prefería correr un tupido velo, luego de colocar delante de el un par de puertas de bronces, candados de doble llave y cadenas gigantes, que usaba en mi cintura las veces que jugaba a masturbarme pensando en que era un sadomasoquista japonés, encerrado en el baño de mi casa o en el living o en la alcoba. Y como sexo sexo, así, del bueno, de ese que muchos dicen tener pero que en realidad no, no tenía ya hace mucho, me levantaba a las tres de la tarde, cuando el sol habanero te quemaba bajo las sábanas, haciendo que sudaras como animal en celda de tres por cuatro, y me iba para el baño, con la cabeza repleta de imágenes de mulatas de culo enorme y tetas prominentes, y las esparcía por todo el ámbito, hasta quedar seguro de que su presencia cachonda y fantasmal había terminado por dominarlo todo, incluso mi cabeza, y mi verga por entonces juvenil, deseosa de montar a donde fuera, evitando siempre, y debo aclararlo, cosas que de seguro hubiesen resultado demasiado dolorosas para mi integridad física y sicológica. (a saber, cerraduras, ojos de puertas, bocas de botellas de vidrio, orificios de parlantes estereofónicos) Y luego me bañaba y salía a caminar, intentando encontrar en esa ciudad destruida por los años y los huracanes y los revolucionarios abismalmente estúpidos, algo que pudiera configurar en mi cabeza una sensación parecida o semejante a la de estar quieto, en paz, sin esa escalofriante inquietud de no poder estar sin moverse tontamente de un lado a otro.

Me quedaba poco en Cuba y lo sabía. La dictadura pinochetista estaba terminando y yo no había renovado intencionalmente mi militancia en el Partido Comunista de Chile. Y seguía sin intenciones de hacerlo aunque eso significara recibir una tremenda y sincera patada en el culo por parte de la extranjería castrista. Aburrido estaba de vivir con la cabrona tarjeta de racionamiento, que en esa época de espartana escasez, no daba más que para media onza de pan a la semana, y poco más de dos kilos de arroz para el mes. Aburrido de encender la televisión y ver a Fidel discurseando en el Teatro Karl Marx por seis o siete horas, citando a José Martí sin hartarse, o más bien, haciendo lo posible para convencerme y convencer a todos quienes conozcan más de cien páginas de la obra del libertador cubano, que de Martí no sabe nada, o a Fidel leyendo el tiempo y explicando por qué el Huracán de las pelotas iba a pasar por la traidora Miami y no por la luminosa y combativa ciudad de la Habana, o a Fidel eternamente joven en un documental infinito de la televisión oficialista, vociferando que la historia lo absolverá desde una montaña extraviada de la Sierra Maestra, y que en Cuba ningún niño se muere de hambre, aunque murieran de enfermedades derivadas de no comer lo necesario, que es lo mismo aunque según la FAO no lo sea: o a Fidel jugando pelota con sus ministros y el equipo de Pinar del Río, tratando de ponchar penosamente a algunos de los mejores bateadores del mundo, que sin duda alguna, dejaban por miedo a los esbirros de verde que la pelota pasara rauda, cuando podían mandarla perfectamente a volar hasta los más remotos confines del mar caribe; aburrido de ver a Fidel corriendo, o en el periódico, o en la carretera, o en las escuelas, o hasta en la foto horrorosa que adornaba la oficina pública en donde estábamos, hace más de dos años, intentando colocar la infernal red de computadores prehistóricos que llegaron de rebote en un cargamento de petróleo proveniente de la Unión Soviética. Aburrido de Raúl Castro y del mamón de Almeyda y de Silvio Rodríguez, que se paseaba por el malecón montado en un mercedes benz del año, que contrastaba con los GM del año 1957 que conformaban (conforman) el muséico parque automotriz cubano. Varias veces, fumando con mi compadre Otoniel frente a la oficina de intereses gringa, vimos al trovador, de lentes y prominente calvicie al aire, pasearse burguesmente frente a nosotros, mientras escuchábamos a otros compas diciendo, una y otra vez, que ahí va el auto de Silvio, incluso cuando éste ya había pasado hace mucho, y eran ahora los autos del gobierno los que cruzaban veloces por nuestras arenosas narices. Aburrido de la burocracia, y aburrido de que el hecho más peregrino del mundo fuera en Cuba una travesía y hasta una odisea. Aburrido de los escritores, de los críticos, de Fernández Retamar y aburrido sobre todo de la Casa de las américas, que rechazó mis más brillantes relatos cuantas veces pudieron. Hasta que un buen día, ese día que al final nunca sabes si es de suerte o de maldición, cierto funcionario mediocre confundió mi nombre con el de un comprometido militante, entrenado en Bulgaria en las artes guerrilleras, y fogueado en el Salvador en las lides literarias, en donde fue amigo cercano del poeta Roque Dalton, clasifiqué a la decisión final del concurso para luego pasar al grupo de los mejores diez y luego a los mejores cinco y asi sucesivamente, hasta adjudicarme el segundo premio.

Yo saltaba de la felicidad, de la placentera vibración melosa que solo puede regalarte la revancha, y de la euforia existencialista que solo puede entregarte un pequeño éxito dentro de un universo de fracasos constantes, que reafirme que no solo sirves para despertar o cagar o follar como un burro, aunque no fuese mi caso desde hace mucho (e insisto).

Recuerdo perfectamente que aquel mediodía me junté con Otoniel, y matamos el cerdo de su casa y nos bebimos cuatro botellas del ron de contrabando que adquirimos a precio de liquidación con el amigo del tendero, que era el que manejaba el mercado negro en la Habana vieja. Recuerdo también que lloré, que lloré amargamente por que llevaba noches escuchando en silencio el grito de tantos muertos que no tenían edad ni data de muerte, y que sin embargo me conocían perfectamente, y yo a ellos, aunque recordase sus rostros como vagas alucinaciones de alcohólico demente, y quisiera abrazarlos y confortarlos, y cantar con ellos su canto desmemoriado y abyecto, providencialmente joven, y tratara con mi piel de cobijarlos y que dejaran de cantar, de llorar también, porque no, por sus inmerecidas partidas, y sus almas entregadas a una realidad que se les caía a pedazos, tal como a mi se me estaba cayendo a pedazos todo antes de que llegase la bendita carta, contándome que mi cuento había obtenido el segundo lugar del Premio Casa de Las Américas del año de 1988, y que me había adjudicado la no despreciable suma de tres mil quinientos dólares. Otoniel me dijo entonces, durante el almuerzo, que los carajos del gobierno sí tenían dólares para hacer concursitos de mierda, y no para comprar para comer, para hacer crecer la bendita tarjeta de racionalización, que dicho sea de paso, nos tenía colmada la paciencia y algo más. Luego tomó otro ron, y luego otro más y otro más y otro más hasta quedar tirado en el suelo. La brisa entraba insolente por cada ranura mal cubierta en la pared. Yo cerré las cortinas. Seguí llorando porque las voces se hacían muy fuertes a esa hora de la tarde.

No fui a trabajar aquella noche. Con el dinero del concurso sabía perfectamente que tenía lo necesario para comprar el billete de avión y largarme. No sabía adonde iría a parar, lo cual no era un problema pues sabía que donde estuviese estaría mejor que aquí. Claro que con lo que yo no contaba, era con que la inteligencia cubana estaba tras mis pasos, y que la inasistencia a mi lugar de laburo se transformaría en un dolor de cabeza abrumador, en un problema que no tendría solución hasta que me decidiera a salir de mi casa, y dar la cara aunque no tuviera más ganas que correr hasta la avenida de los presidentes, a la entrada del barrio de el Vedado, y decir que sí, que yo era Agustín Fernández, el segundo lugar del concurso literario Casa de las Américas del año de 1988, y que guardaban un efectivo en verdes que me pertenecía, que me llevaría a Ecuador o a Chipre o a Polonia, y que hoy quería comer carne de vacuno en algún restaurant destinado a los turistas, por lo que lo necesitaba a la brevedad todo, todo el efectivo. Pero no. El miedo me paralizaba hasta el punto de congelar mis piernas, y no saber o no tener certeza si estaba de verdad en control de ellas. Quise tomar las llaves y salir. Tomar el primer “camello” que cruzara por mi calle y llegar hasta la avenida de los presidentes. Quise esconder mis cigarros y beber con furia el último sorbo de ron que se escondía en la última botella allá, en un rincón perdido de la cocina. Quise abrigarme, pues hacía frío, cosa rara en Cuba, y quise también despedirme de la gente y tomar mis maletas y largarme. Pero también sabía que para cuando hubiese hecho eso, mi premio no existiría, y yo estaría de pie en el aeropuerto, con mis maletas y sin vida, rumbo a Ecuador o a quien sabe donde mierda, roto con el corazón que algún día latió pensando que existía la vida, y otro día para renovarla.

Texto agregado el 17-04-2006, y leído por 94 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
08-05-2006 bien escrito.espero continue. marasu
 
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