El tiempo se había detenido como una brisa eterna. Después de las fiestas el mal aún te consumía y aunque le hacías caso, tu vestido azul recorría la casa de memoria sobre las cicatrices de tu andar. El calor fluía desde el patio bajo las baldosas calcinantes, tampoco le temías, tu rostro se acercaba a los días en que papá venía del trabajo y lo esperabas con mi cuerpo entre tus brazos. Así revivías cada tarde sentada desde el comedor hacia la vida proyectando tu sonrisa en el ayer, ¿quién sabe hasta que punto de tu mente habrás llegado y detenido?. Las palabras sobraban, te miraba habitando el centro de tu mundo entre las luces y las sombras alternadas, contando recuerdos conocidos tangenciales a las horas que te desafiaban en espacio y tiempo. Allí estabas como cuando volvía de la escuela aguardando con la leche, sólo que ahora era yo quien te la preparaba al regreso de tu lucidez. A veces celaba el recorrido de tus viajes deseando estar de nuevo allí con los ojos empapados de nostalgia, jugando en los jardines de la infancia o yendo de compras al centro de tu mano. Pero el tiempo aturde, crece, te delata, mientras uno trata de escaparle nos retrotrae y digita hacia un futuro incierto. Y tu futuro había llegado para atraparte en el pasado; cerré los ojos, me senté a tu lado a la vez que tu cara se tornaba mía para preguntarte: - ¿Mamá, sos feliz así? – a lo que me respondiste –
- ¿Hola hija cuándo llegaste?, ¿Pasaremos juntas esta Navidad?

A veces me pregunto por las limitaciones, la vejez o el deterioro, otras sólo trato de seguir el camino hacia delante; ¿Quién puede saberlo?...

Ana Cecilia.