Rodrigo Antonio de Orellana, obispo de Córdoba del Tucumán, enfrentaba una situación diferente a la que se vivía en Buenos Aires, la capital virreinal, durante los revulsivos días de mayo de 1810. Al contrario de lo que ocurría con su par porteño, el obispo Lué y Riega, sometido a un régimen de “libertad vigilada” por simpatizar con el gobierno depuesto, por el momento Orellana no sufría interdicciones para manifestar donde se le ocurriese su total rechazo a la revolución. Es más, durante varios meses, junto al gobernador cordobés Juan Gutiérrez de la Concha y al ex-virrey Santiago de Liniers, pudo dedicarse a la organización de una conspiración político-militar encaminada a restaurar el poder colonial en el virreinato. El obispo contaba, además, con el apoyo mayoritario de la congregación franciscana que se transformó en la orden religiosa más importante de Córdoba tras haberse hecho cargo de las instituciones y de los bienes terrenales que la Compañía de Jesús había administrado hasta el momento de ser expulsada de América por el rey Carlos III en 1767.
En un contexto deliberativo como el de la época, que intramuros de los templos y conventos engendraba un clima de efervescencia entre frailes y párrocos, órdenes regulares y seculares, clérigos y obispos, tribunales canónigos y cabildos eclesiásticos, el primer grito de libertad se hizo realidad en las ciudades altoperuanas de Chuquisaca y La Paz a poco de iniciado el siglo XIX. El precursor alzamiento libertario tuvo a hombres de la Iglesia tanto del lado de los defensores del statu quo preexistente, como entre los sublevados independentistas. La represión militar que ahogó aquel prematuro pusch, junto a las subsiguientes ejecuciones que acabaron con el intento de establecer un gobierno criollo en lo que más adelante sería Bolivia, pondría por primera vez a sacerdotes católicos de uno y de otro lado de los bandos en pugna, en adelante unos serán realistas y otros, patriotas; según los avatares de la lucha, unos actuarán de victimarios y otros, de víctimas.
En efecto, la rebelión de 1809, cuyo epicentro estuvo en la ciudad de La Paz, había sido propiciada, entre otros, por José Antonio de Medina, presbítero de Sicasica. Fue él quien redactó la proclama revolucionaria, encendida arenga dirigida a los cabildos de Sudamérica. En cambio, el obispo diocesano Remigio de la Santa y Ortega, hostil al nuevo gobierno, fue encarcelado por los cabecillas del alzamiento bajo la acusación de buscar un arreglo con la princesa Carlota Juliana de Portugal, hermana del rey Fernando VII, a la sazón prisionero de Napoleón. Este golpe de Estado fracasó por prematuro y sus inspiradores fueron colgados en la plaza pública, salvo el cura de Sicasica que, por ser ministro de la fe, eludió la pena capital, si bien fue a la cárcel por unos cuantos años hasta que lo rescató el ejército libertador.
· Epistolario comprometedor
Todo hace suponer que el intríngulis habría comenzado con un intercambio epistolar entre don Baltasar Hidalgo de Cisneros y Pedro Vicente Cañete, oidor de la Audiencia de Charcas, en el cual el virrey del Río de la Plata le ofrece el cargo de Asesor General del reino. Cañete, entusiasmado con el magno nombramiento, no trepidó en escribirle contándole la grata novedad a su condiscípulo Gregorio Funes, por entonces decano de la catedral de Córdoba, director del colegio Monserrat, vicerrector de la universidad con asiento en dicha ciudad y prominente figura eclesiástica e intelectual de la Colonia.
El doctor Funes había instrumentado, en las casas de altos estudios que dirigía, las reformas pedagógicas que la dinastía borbónica impulsaba. Entre otras iniciativas innovadoras, promovió la creación de la primera cátedra de Matemáticas, la introducción de enfoques no dogmáticos en el dictado de Teología y la incentivación entre sus alumnos de la lectura de los filósofos iluministas franceses y sus epígonos de España (Feijoo y Jovellanos), todavía interdictos (o muy retaceados) en los establecimientos educativos coloniales. Para ello, Funes debió luchar en contra de los más cerriles prejuicios escolásticos enquistados en el clero y en la universidad de la ciudad mediterránea cuya fama de oscurantista, cimentada por la anterior administración jesuítica, comenzó a declinar gracias a su perseverante gestión docente. La mentalidad reaccionaria predominante en el claustro académico había frustrado, pocos años antes, el proyecto de instalar un gabinete de Física, debido a que se consideraba que la enseñanza debía abocarse con exclusividad a la formación de sacerdotes.
Pero, retomando la cuestión de la carta de Pedro Cañete dirigida al deán Gregorio Funes con supuestas buenas nuevas, acaeció que éste, aún sabiendo que le aguaría el entusiasmo a su amigo, a vuelta de correo le comentó en tono de confidencia que en la capital del virreinato se avecinaba un cambio radical de gobierno que acabaría con el régimen colonial y que, por lo tanto, no le convenía que asumiera el puesto que el virrey Cisneros le estaba ofreciendo. A Cañete le molestó sobremanera esta “pinchadura de globo” de parte de su ilustre ex compañero de estudios y, resentido, no tuvo mejor idea que reenviar la reveladora misiva al mismísimo Gutiérrez de la Concha, gobernador de Córdoba.
Hacia fines de abril de 1810, el gobernador de la Concha (incondicional del rey Fernando VII y de una ostensible hostilidad hacia el movimiento americanista que principiaba) le informó a Santiago de Liniers, por entonces afincado en Córdoba, de la revolución que tramaban los porteños. El conde francés, por su parte, no obstante la escasa simpatía que sentía por el virrey –quien había dispuesto que el héroe de la Reconquista debía radicarse fuera de Buenos Aires o volver a España- le escribió advirtiéndole la confabulación que preparaban Saavedra, Vieytes, Castelli, López, Belgrano, French y otros conjurados. A pesar del preaviso, como es sabido, Cisneros nada pudo hacer para detener el curso de la historia: el 22 de mayo, un cabildo abierto cuestionó la legitimidad de su mandato; tres días después se constituyó la Junta Provisional; a continuación, el virrey era deportado a las islas Canarias acompañado de los miembros de la Real Audiencia local que habían jurado mantener fidelidad a España.
En Córdoba, mientras tanto, seguía organizándose febrilmente la contrarrevolución que había quedado al mando de Liniers, del gobernador y del obispo Orellana, quienes contaban con el apoyo del clero regular y del patriciado local. Este apoyo no fue unánime entre la elite provincial gracias a la tenaz postura divergente de Funes, quien había recibido a un emisario de la Junta porteña, José Melchor Lavin, portador de una carta oficial con las novedades producidas en la capital del virreinato. Lo curioso es que la carta iba dirigida a Liniers, dado que en Buenos Aires creían equivocadamente que éste apoyaba la revolución. Pero, a su arribo a Córdoba el joven Lavin se hospedó en la casa de Funes y así supo el clérigo, de primera fuente, que había comenzado la histórica rebelión. El sacerdote, que poseía una relevante posición jerárquica en el seno del régimen colonial, que era un componente dilecto del sistema institucional vigente (fue su amigo Liniers quien, siendo virrey, lo ungió rector universitario), y que hasta ese momento había protagonizado una brillante carrera burocrática, sin embargo hacía tiempo que simpatizaba con la gesta emancipadora, de cuyo sendero no se apartaría sino sólo el día de su muerte, dos décadas después.
Pero la revolución que él tanto anhelara como vehículo de humanismo, de justicia y de fraternidad, habría de jugarle inicialmente una mala pasada: sus afectos y vínculos sociales en la ciudad cordobesa estaban comprometidos con la intentona restauradora y varios de ellos fueron ejecutados el 26 de agosto de 1810 por orden de la Junta Gubernativa central, constituyendo este trágico suceso el bautismo de sangre de la Revolución de Mayo y el inicio de una larga y cruenta etapa de desencuentros entre la dirigencia de las provincias del interior y las autoridades de Buenos Aires. En vísperas del penoso suceso no sirvieron los ruegos del reconocido prelado católico, dirigidos a salvar la vida de los equivocados; el proceso revolucionario no estaba en condiciones de emitir gestos de piedad que podrían interpretarse como signo de debilidad. Además, si alguna duda hubo entre los miembros de la Junta con relación a la aplicación del último suplicio, otra carta sellaría el destino fatal de los complotados: detenido el hijo de Liniers cuando intentaba llegar a Montevideo, se le confiscó una misiva de puño y letra de su padre que convocaba a los realistas de aquella ciudad a aplastar a sangre y fuego el pronunciamiento patriota. Completando el entramado de intrigas y traiciones, cabe acotar que Luis Liniers pudo ser interceptado gracias a que Ambrosio Funes, hermano del deán, alertó a la Junta porteña del viaje y de sus intenciones subversivas.
Gregorio Funes, poco menos que un anciano cuando estalló la revolución, dedicó el resto de su vida, tanto en el plano eclesiástico como en el intelectual y político a prestar servicios en favor de la independencia. Desde una posición “provinciana” comprometida con la integración nacional, en los primeros tiempos se enfrentó al partido “porteño” tildado de jacobino (Castelli, French, Moreno y Vieytes). Como diputado por Córdoba participó en 1816 del Congreso de Tucumán. Además, se desempeño como constituyente en varias oportunidades. En los últimos años de su prolongada existencia, se convirtió en representante político de Simón Bolívar, cuando el Libertador intentaba unir a los pueblos del hemisferio en una gran nación americana. Como pensador, Funes dejó una interesante obra jurídica e historiográfica que expresa su transición ideológica e intelectual a partir de la ortodoxia jesuítico-tridentina en la cual se educó y de la que emigró a la modernizante reforma borbónica dieciochesca y, a continuación, participó del torbellino revolucionario que se desataría en el histórico año ´10. Como la patria, el sacerdote había nacido también un 25 de mayo, pero de 1749.
· Entre el agua bendita, las balas, las hostias y el cadalso
En contraste con Funes, muy poco de intelectual tenía el comendador de la orden de mercedarios porteños, el padre Juan Manuel Aparicio, hombre de a caballo y de lucir pistolas al cinto cuando recorría los cuarteles de la ciudad arengando a la soldadesca para sumarla a la insurrección en cierne. Otro cura comprometido, pero de signo político inverso, el ya mencionado obispo Orellana, titular de la diócesis cordobesa, si bien asumió un activo rol contrarrevolucionario, se salvó de enfrentar el pelotón de fusilamiento gracias a su investidura, gesto humanitario de la Primera Junta que fue cuestionado por el vocal y también sacerdote Manuel Alberti que consideraba que Orellana, por ser actor principal de la conspiración, no merecía ser tratado con clemencia.
Clemencia fue la que le faltó a Mariano Moreno para perdonar al canónigo Terrazas, quien fuera su anfitrión, consejero y protector durante los años juveniles de estudiante universitario transcurridos en Chuquisaca. En efecto, a los fines de aplastar la resistencia realista en el Alto Perú, el entonces Secretario de la Junta no dudó en ordenarle a Castelli, por entonces al mando de las tropas enviadas al noroeste, ejercer la máxima represión con todos los que osaran desobedecer al gobierno rioplatense. Entre los realistas apresados se encontraba el Dr. Matías Terrazas, secretario del Arzobispado, en cuya excelente biblioteca Moreno había conocido los libros más representativos de la influyente filosofía francesa, en especial “El contrato social” de Rousseau, obra que se encargó de traducir y publicar en Buenos Aires.
Un año después, estando Manuel Belgrano al frente del Ejército del Norte en la provincia de Salta, descubrió que el obispo de la ciudad, monseñor Nicolás Videla del Pino (un adversario del deán Funes por cuestiones eclesiásticas), mantenía contacto con los militares españoles que estaban preparando un ataque masivo a la provincia, no obstante haber expresado públicamente su apoyo al nuevo gobierno. Belgrano depuso e hizo detener al traidor nombrando en su lugar a Manuel Gorriti, quien revistaba como vicario castrense.
Fray Dionisio Irigoyen, prior del convento de San Francisco de la ciudad de Buenos Aires, tampoco la pasó bien (aunque salvó el pescuezo), dado que una patota de violentos muchachones, unos meses después del histórico 25, le hizo un “escrache” en el monasterio para que dejara de cuestionar desde el púlpito al gobierno presidido por Saavedra. Al clérigo Felipe Reinal, por su parte, le prohibieron que recibiera secretos de confesión porque los testimonios privados le servían al cura como fuente de información para seguir intrigando a favor del régimen anterior. Francisco de la Riestra, rector del seminario catedralicio, fue destituido y expulsado del país por la Primera Junta porque ésta consideró que era peligroso que un realista dirigiera una institución dedicada a la educación de los jóvenes. Ni siquiera las monjas de clausura se salvaron de la ola represiva desatada luego del 25 de mayo: la abadesa de la orden de las capuchinas fue exonerada, acusada de cartearse con el enemigo.
Retomando el caso del obispo de Buenos Aires, virtual prisionero de la Junta, impedido de oficiar misa y de recorrer la diócesis, confinado al recinto de la catedral y repudiado por los curas seculares que boicoteaban los oficios religiosos celebrados por él, murió en 1812 envenenado por su asistente, el canónigo Fernández. Fue en dicho año también cuando se produjo en la capital el cruento motín realista encabezado por Martín de Álzaga, el cual culminó con la condena a muerte de casi todos los complotados, entre los cuales había varios religiosos. Éstos fueron ahorcados o fusilados en la Plaza, incluido el prior betlemita fray José de las Ánimas, a quien los sacerdotes dominicos le destrozaron el rostro a balazos cuando, ya muerto, colgaba de una cuerda. Por entonces los ajusticiamientos se habían convertido en un espectáculo al que los porteños asistían habitualmente; por caso, los maestros de la escuela de Santo Domingo, el padre Julián Perdriel y fray Juan González, llevaban a sus alumnos a presenciar las ejecuciones, a las que atribuían interés didáctico.
· En el Nuevo Mundo nace un mundo nuevo
Durante siglos, entre la población seglar predominó la creencia de que los establecimientos religiosos administrados por la Iglesia funcionaban en perfecta armonía, que sus miembros se dedicaban con exclusividad a la lectura de textos sagrados, a la reflexión espiritual, al ejercicio de tareas litúrgicas, a predicar el Evangelio, al rezo silencioso y a llevar una vida recoleta. Sin embargo, desde los orígenes mismos de la milenaria institución hubo en su seno conflictos que tuvieron como mudos testigos las paredes de las parroquias, los conventos, los templos, los colegios mayores, los episcopados, las catedrales y los concilios católicos. En “El nombre de la rosa”, novela histórica de Umberto Eco, se desnuda con singular maestría una compleja trama de intrigas que protagonizan frailes benedictinos de una abadía medieval centroeuropea. Debe recordarse, también, que el cuestionamiento efectuado por Martín Lutero en 1545 apuntó, en parte, a desmitificar la hipócrita “concordia” que reinaba en dichos claustros.
En Hispanoamérica, las disputas en el interior de la comunidad sacerdotal se multiplican a partir del siglo XVIII, motivadas, primero, por la política reformista de Carlos III; a continuación, por el progresivo resquebrajamiento de la estructura de poder colonial del cual la Iglesia era pilar fundamental, como fruto del influjo del ascendente modelo liberal-capitalista; finalmente, por el virulento proceso independentista que habría de exacerbar la pugna entablada en la tradicional organización. Luego de la Revolución de Mayo, ni el Papa ni el rey de España tuvieron ingerencia en la conducción de la Iglesia Católica americana. Ésta, acéfala por décadas, necesitó otro medio siglo para asumir la caída del sistema colonial, régimen social que durante más de tres siglos había impuesto la más absoluta unanimidad religiosa.
La época que daba comienzo, en cambio, siguió los dictados del constitucionalismo moderno, el cual promovía la separación de la iglesia del Estado, la derogación de los privilegios feudales del clero, el respeto a la libertad de cultos y el impulso de la enseñanza laica y universal. Por eso los patriotas argentinos, conscientes de la importancia que estos principios suponían para el nuevo edificio social, fueron tan severos con los prelados realistas más refractarios. Por eso, además, es destacable el apoyo que prestó a la Revolución, aún con contradicciones, un número importante de curas criollos.
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NOTA: Esta Gragea complementa la anterior “Revolución en la iglesia y la Iglesia en la revolución” (N° 31).
GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Hechos Extravagantes y Falacias de la Historia
Año IV – N° 32
Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la tarea de investigación fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía:
· Bauer, Horacio W.: “Asalto a la Compañía (de Jesús)”; Revista El Arca, N° 44, Bs.As 2002.
· Calvo, N., Gallo, K, Botana, N. y otros: “Los curas de la Revolución”; Emecé, V.Ballester, 2002.
· Di Stéfano, Roberto: “El púlpito y la plaza”; Siglo XXI Ed. V.Ballester, 2004..
· Di Stéfano R. y Zanatta L.: “Historia de la Iglesia Argentina”; Mondadori, Bs.As., 2000.
· Gálvez, Lucía: “Las mil y una historias de América”; Norma, Bs.As. 1999.
· Gutiérrez, Leandro y otro: “La estructura social de la Iglesia porteña”; CEDAL, Bs.As., 1970.
· Halperín Donghi, Tulio: “El espejo de la historia”; Sudamericana, Bs. As., 1998.
· Halperín Donghi, T.: “Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo”; CEDAL, Bs,As. 1985.
· Lewin, Boleslao: “Jacobinismo y Roussonismo en la Argentina”; CEDAL, Bs.As., 1970.
· Luna, F. y otros: “Grandes protagonistas de la historia” (Castelli, Liniers y Saavedra); Planeta , 2001.
· Massot, Vicente: “Matar y morir”; Emecé, Bs. As.,2003.
· Pigna, Felipe: “Los mitos de la historia argentina”; Ed. Norma, Bs.As., 2004.
· Varios autores: “Gregorio Funes, promotor de la ciencia y la cultura...”; Portal www.educ.ar
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