Delante mía avanzaba una sombra de seda negra, que parecía haber sido segregada por grasientas orugas alimentadas por el deshecho pálido y delgado de lo que una vez fuera un ser humano. Ocupaba todo el camino visible, entre dos muros de enredaderas grises armadas con espinas afiladas, y bajo una bóveda de ramas desnudas entrelazadas. El sonido de sus pisadas sobre el camino de baldosas irregulares de mármol blanco era parecido al entrechocar de piedras, y formaba ecos extraños y discordantes al reverberar contra el muro de reseca vegetación. Seguía a la sombra, a sus pasos veloces y resonantes, mientras me guiaba por aquel extraño sendero. Su espalda ancha era donde se alojaba mi mirada, perdida en el universo opuesto que se reflejaba en aquella seda, incluso mostrando lejanas estrellas, con constelaciones innobles y presagios ominosos dibujados. Excepto las pisadas, nada se oía, ni si quiera mi propia respiración, o el latir de mi corazón, podía oír en aquel aire que parecía devorar los sonidos y dejar en su lugar un pesado silencio, cual mortaja que cae en un instrumento musical roto y enmudecido.
La sombra me llevó hasta un mausoleo, con piel de mármol blanco y piedra gris, con cabellos de musgo y enredadera ancianos, resecos, grises y marchitos. Ascendió por los escalones, franqueado por moribundos ángeles de rostros bellos heridos por el dolor y la pena, y atravesó la pesada puerta de frío y oscuro metal. Comencé el descenso, siguiendo a la sombra, a través de un túnel con el suelo de piedra y las paredes de tierra, una tierra húmeda y fría, que lanzaba dedos de raíces para acariciarme con lascivia perversión en mi descenso. El pasillo comenzó a trazar una curva, que cada vez se volvió más cerrada, y escamas de roca cubrieron el interior de aquella serpiente en la que nos internábamos. Pronto la curva fue tan pronunciada que fui incapaz de ver a la sombra delante mía, escondido eternamente en el siguiente recodo, hasta que un arco marcaba el fin de aquel caracol fosilizado de proporciones monstruosas.
Tras el arco me esperaba la sombra, quieta, vuelta hacia mí. La negra seda de universos muertos caía en forma de capucha sobre su rostro, mientras que sus manos enguantadas sostenían un extraño báculo, un palo curvo. Entre la sombra y yo se alzaba un pequeño altar, con un ataúd de piedra en él, y en el ataúd tallada una figura humana, con el rostro cubierto por una máscara de metal. La sombra señaló la máscara, y yo la tomé entre mis manos. La máscara era alegría bobalicona, era despreocupación, era aceptación, era sumisión. La máscara era aceptar el lugar, era silenciar la protesta y cortar las amarras del barco de cristal, el barco que nos lleva a la imaginación. Cortar sus amarras para dejarlo ir a la deriva, verlo desde tierra sucumbir al oleaje, y hundirse para siempre. Tenía la máscara en mis manos, y vi el rostro de piedra en el ataúd. Y ese rostro era el mío. La sombra se retiró la capucha, y también llevaba una máscara, una máscara blanca. El báculo que portaba giró en sus manos, mostrando la hoja de la guadaña que me acertó de lleno en el pecho.
Hay un ataúd, con una escultura en piedra en su tapa, y en su interior un cuerpo con una máscara puesta. Del cuerpo se alimentan orugas, y la seda que esas orugas tejen viste a la sombra de blanco rostro que es el Final. Y, mientras la carne desaparece, y los huesos quedan al descubierto, mientras el corazón se pudre y el cerebro se reseca, la máscara no deja de sonreír. Hasta que llegue el día en el que de mí tan solo quede un esqueleto, y así sonreiré también bajo la máscara.
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