Por las mañanas el frío y el vacío interminable de mi plaza y media me recuerdan otra vez que no estás. Las sabanas se hacen inmensas, o yo me hago más pequeño, no lo sé, lo que sé es que no estás. Por las tardes el silencio de la mesa en el almuerzo, las murallas recién pintadas y el calor de las tres me hacen extrañarte una vez más. Miro el pasillo sin ver su fin, se estira hasta el infinito mientras camino por el, como escondiéndome algo, y me recuerda que estoy solo. Por las noches me siento en mi alcoba a repasar las estrellas una y otra vez en busca de tus ojos, pero ninguna estrella se les asemeja. Alzo mis manos hacia ellas, y suavemente las moldeo y te escribo: “Te extraño. ¿Tú me extrañas?”. Espero tu respuesta, quieto, silencioso, ansioso; cuando por fin me doy cuenta de que no responderás, doy por terminado el intento y vuelvo a mi plaza y media, que ahora parecen tres.

El día siguiente es fiel retrato del anterior, y así, por meses, ha sido. Cada mañana el frío me despierta y me hace caer en cuenta que te fuiste. A veces tomo mi auto y salgo a dar un paseo, intentando disipar de mi mente tu figura, que no deja de rondar mis pensamientos. Llego a la orilla del mar. Tomo un papel y te escribo: “Te extraño. ¿Tú me extrañas?”. Imitando a los marinos de antaño, vacío una botella, doblo el mensaje y lo inserto dentro; con todas mis fuerzas lo lanzo, con la esperanza de que algún día lo leas. Desde la primera vez, cada semana, en sábado, reviso el correo, esperando que aún te acuerdes de nuestra dirección y escribas una respuesta.

Hay veces que deseo tanto estar contigo, que resuelvo ir a verte. Empaco mis cosas y me dispongo a partir, cuando salgo de la casa, recuerdo que no sé exactamente donde estás, y mi travesía termina antes de comenzar. Enfadado, intento llamarte por teléfono y preguntarte dónde estás, si no te molestaría una visita. Los tonos del teléfono, con su descompasada melodía me esconden tu voz, y luego de un momento me avisan, con su continuo y molestoso silbido, que no contestaste. Despechado, cansado, agobiado por no encontrarte, angustiado, y entre lágrimas, salgo al patio y mirando al cielo te grito: “Te extraño. ¿Tú me extrañas?”. El cielo no responde, ni se inmuta; las nubes danzan y el sol se divierte jugando a las escondidas con la tierra, ocultándose entre ellas. Me mira fijamente y con su ardiente faz me recuerda, una vez mas, que no contestaste.

A veces te extraño tanto que suelo olvidar el motivo de tu ausencia, y, en vano, te busco, desesperadamente. Te extraño tanto que se me olvida que nunca volverás, que ya no estás con nadie. Olvido aquella tarde, en la que mi imprudencia te arrancó de mis brazos. Olvido el ruido, olvido la sangre, olvido el abrazo... Olvido la pregunta. Después del accidente, mientras esperábamos, bañados en sangre, abrazados, me miraste a los ojos, ya consciente de tu fin y me preguntaste: “¿Me vas a extrañar?”. Me miraste fijamente a los ojos, y esperaste expectante una respuesta. El pavor de perderte, el dolor y las lágrimas no me dejaron responder. Antes de poder abrir mi boca ya no estabas escuchando. Desde aquel momento, intento la buscar la manera de responderte. Y a veces te extraño tanto, que se me olvida que ya no puedo, y que nunca volverás.