La posición curvada de tus labios se mimetizan en los pétalos de la rosa de Paracelso, que podía rescatar, todo su esplendor, de las llamas, una y otra vez, después que la incredulidad del alumno diera un portazo. Un inmóvil beso perenne es solaz imaginarlo. Su inanición mezclada con la estática de la pantalla transmite unas descargas punzantes que despiertan mis sentidos, como los pellizcos de cuando no nos lo creemos. Egoísmos mundanos se adueñan de mi libido. Empujándome a seguirle la corriente a Graham Bell. Miedos irreales cortan la línea.
Mis válvulas no son escépticas todavía, fontaneros cardiovasculares minúsculos barrenan mis latidos, produciendo escapes que colapsan mi sentido común.
Se que avatares varios imposibilitan nuestro concilio somático y que no podemos, esperando las uvas, colgarnos de patéticos arbolitos con lianas atadas de los pies que nos dejen a un metro del suelo, en caso de desmoronamiento, aunque seria un gran espectáculo. Aplaudeceres o narices rotas.
Narcoticemos el órgano frágil con escapes furtivos al bar de la esquina después de nuestro encuentro pero asumamos la consumación de un hecho que se retarda inútilmente, todo fluido debe llegar al mar, mediterráneo o muerto.
Así que si no hay veto por su parte asumiré el rol de teleoperador y por las mañanas de mañana, cuando su cuerpo, aun embalsamado de risas nocturnas, no sea capaz de un movimiento rotatorio de cabeza la haré asentir, como quien calla y sentar las bases de este futuro que nos espera, paralelo, oblicuo, perpendicular o solapado.
Yo también flirteo con Dionisos aunque en porvenires repetitivos gozaría despistarlo y cogido de tu mano escondernos en simas abisales oscuras e ígneas.
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