Un momento termina, y automáticamente llega el otro. Así de simple. Así de complejo.
Un momento sucede al otro, y sin darnos cuenta, los momentos se van uniendo como notas en un compás, y todos juntos tiñen de forma a la vida.
Todas esas partes, son uno de los tantos claros ejemplos de que en la vida, nada es para siempre. Ni la tristeza, ni la felicidad, ni el llanto, ni la sonrisa, nada, nada, de nada.
El tema radica en 2 partes: la primera, tiene que ver con “darse cuenta” cuando es el fin de un momento; y cuando comienza el que le sigue. Y la segunda, sostengo yo, la más difícil, en la aceptación de lo que sucede y porqué.
Ese dinamismo es casi imperceptible, mucho del gran sufrimiento que sienten las personas radica en desconocer que si bien, nada es para siempre, ese nada genera una nueva eternidad. Porque cada momento, es único, y mientras dura, es eterno.
Ahora bien, ¿cómo se hace para saber cuál es el instante en que se llega a un fin y a la vez a un nuevo comienzo? En el momento exacto en que el alma experimenta, algo así como una profunda tristeza, como si el alma entrase en duelo, porque queda dividida en aquello que añora, aquello en lo que se quedó aferrada, y en aquello que, quizá, de forma inconsciente, sabe, no volverá jamás. En ese preciso instante, hemos concluido una etapa que podrá durar años, meses, días, horas, minutos, o quizá los más intensos segundos.
Y ¿dónde radica la sabiduría de esta inevitable experiencia del hombre?
En que si bien, la tristeza es parte vital del desarrollo del ser, y está perfecto el experimentarla, debemos recordar que ella también es parte de un momento que pasará como los demás y que mientras la experimentamos, un nuevo horizonte se está abriendo para nosotros, y con él, una nueva oportunidad de aplicar lo aprendido y de sentir el gozo pleno de sabernos a cada instante, un poco más sabios.
|