Aquel lunes, al despertar de su sueño, tarde ya en la noche, y después de haberse sentado en la silla de mimbre en el balcón de su apartamento y de haberse abstraído en sus propios pensamientos y lagunas de silencio en donde el pensamiento pierde toda palabra y transciende a triste energía; después de un rato, de unos diez minutos o de una media hora, quizás más, porque un estado tal se realiza por un cambio de frecuencia; se le hubiese dicho a Juan que una bomba atómica cayó sobre la ciudad arrasándolo todo, él lo habría creído; habría suspirado profundamente y habría obtenido la confirmación de su vida.

No es que el panorama estuviese distinto, no era eso ¿Pero qué cosa era? Las cosas visibles a los ojos continuaban siendo las mismas, como si su característica esencial fuese el no poder ser tocadas por la mirada y sin embargo, esas mismas cosas, persistiesen en tratar de imponer su presencia, avanzando lentamente y obligando al enceguecimiento de los ojos hasta que finalmente el rostro voltea hacia otra parte ya no viendo nada y quizás aprendiendo nuevos modales, quizás. Continuaba allí también el ladrillo sobre ladrillo, reemplazando a la piedra sobre piedra y paralizando el tiempo hasta que ocurriese algún nuevo reemplazo o algún accidente. Continuaba la pista de asfalto y sus filas de insectos tal como se ven en la naturaleza. Continuaba todo igual y sin embargo se le hacía imposible a Juan identificar y precisar qué había de distinto en el aire de la ciudad hasta el punto de que si se le hubiese notificado que una bomba atómica había arrasado con todo, lo hubiese creído. Era un sentimiento. No era una sensación, era un sentimiento. Contempló firmemente la ciudad, no había nada distinto. Se le secó la garganta al darse cuenta de que el cambio no se había dado sobre la ciudad; sino en sí mismo, probablemente había tenido un bonito sueño.