A los hare Khrisnas de la ciudad, me los encontré en un pueblito abandonado de la mano de Dios. Estaban alegres, cantando y tocando sus mantras y yo, medio perplejo y pasmado, seguía el ritmo de sus tambores, mientras veía a esos jovenes que parecían del otro mundo. Hare khrina, hare khrisna, hare rama, hare, hare, decían a toda hora. Era, en fin un espectáculo verles, en mitad de ese pueblucho, que no se interesaba nada por la presencia de unos seres extraños, que ni zapatos tenían y que parecían estar en puro extásis, cuando con sus endemoniados tambores, nos deleitaban con música oriental. Yo, como de costumbre, estaba fumando y alguno de ellos me decía que no fumara, que eso no se debía hacer. Más tarde, los invité a mi finca, para que me la bendijieran y ellos aceptaron con todo corazón; así fue que llegaron los khrisnas al gran chaparral y lo primero que hicieron fue repartir brazadas o como se llamé, comida que ellos mismos hacían, pues su dieta es vegetariana.
La experiencia con los khrisnas, terminó mal, pues yo seguí fumando y ellos se pusieron bravos conmigo. Así, que, todos furiosos, salieron como alma que lleva el diablo y yo, tranquilo y sereno, veía como se iban, fumando el último cigarrillo que me quedaba del paquete de por las mañanas.