El sol rebasó el horizonte y se proyectó sobre el muro sombrío de mi cárcel.
Siempre dije que no; y sólo me dediqué a cruzar desiertos y volar sobre dunas.
Siempre pensé que tenía la razón porque aprendí a ganar, creyendo que la suerte estaba de mi lado.
Creí no ser débil, porque nunca quise doblar las manos. Nunca supe pedir perdón, preferí enterrar el pasado y no olvidar.
Mi rostro se perdió en la sombra cuando sólo quise escuchar la palabra de un dios colérico despojado de justicia, sin amor, quien amenaza con fantasmas.
Siempre soñé con escabullirme al amparo de la noche sofocante.
Pretendí no tener tiempo para no pensar en mi deterioro.
Toda la vida, viví pensando en el futuro. Caminé sobre el presente, creyendo que sólo era el presente; y sin darme cuenta se convirtió en pasado.
Siempre pretendí tener la razón. No importó aquella ocasión en que el viento sopló y las nubes oscuras de verano invadieron el cielo que me cubría. No importó que iniciara la temporada de lluvias y torrentes, durante el otoño, o que mi vida fuera perseguida por un fuego que corría como estrella errante.
Fue entonces cuando el espacio se llenó de sombras amenazadoras. Entré al laberinto de la soledad, la angustia, la adicción y la tristeza. Me convertí en aquél actor involuntario, sin guión, del drama de la vida.
Sólo tuve movimientos, desesperadamente, lentos, con los que pretendí salir del espejo. Tropecé con nubes de polvo y caí en arenas movedizas.
El ambiente se llenó de un olor pútrido, del olor que te da la incertidumbre, el deterioro, de que algo se ha descompuesto en ti.
Prefería dormir o aparentar dormir.
Vagué por el reino del dolor. El corazón comenzó a dolerme, como si una mano lo oprimiera sin misericordia. Como si Huitzilopochtli, el dios de la guerra, enterrara en él una navaja de pedernal, mientras me bautizaban en el fuego. Así sucedió hasta que dejó de latir. Comencé a albergar la imagen de morir.
De repente. Sobre la espesa neblina, aparecieron puntos amarillos, morados, verdes, azules y rojos que danzaban, alegres, en la oscuridad. Extrañas rosas de fuego que no fueron azotadas por el viento. Se abrió la puerta. Entró la niebla de la mañana, sólo acompañada por la sensación estrujante de los últimos besos.
Se escuchó una melodía hecha con mágicas seducciones. El cielo vomitó una luz limpia, azul, que luchó contra mis demonios y me guió para salir de las mentiras.
La muerte se volvió despertar. La vida se transformó en sueño, cuando bajó bañado de luz, con sus ojos y su rostro cubierto de sol., sólo adornado con una corona de arcoirís
Me alcanzó y sostuvo mi mano. Vi como siempre estuvo a mí lado, como me sostuvo en la tormenta. Como me perdonó después de ser un vil pecador. No le importó, prefirió llevarme al río del espíritu y sumergir, en él, mi corazón, sediento de fe, el cual gustoso volvió a latir.
Tomó mi rostro y disolvió su semilla en mi paladar. Regué sus pies con mis lágrimas y él sólo besó mis párpados, para que en ellos guardara la luz que refleja de su alma.
Me enseñó a confiar y platicar con el corazón. A buscar el perdón y a perdonar. A no odiar. A escucharme y a escuchar. A amarme y amar. A volverme a encontrar, para así encontrarlo a él. A hablar con la verdad. A encontrarme con mi alma. A poner los ojos al cielo y los pies en la tierra. Pero sobre todo, a que el camino tiene continuidad, cuando hallas el amor y la humildad.
Me mostró que Venus no luce tan solitaria. Que cuando nací de nuevo, junto a mí se crearon nuevas estrellas. Que no estoy solo, porque él está a mi lado. Que podemos ser más que sueños.
Hoy el sol vuelve a nacer. Sólo me queda su gracia y su amor; pues no tengo nada que ofrecer, más que esta humilde narración.
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